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lunes, octubre 14, 2024

El primer triángulo vital de Miró: Barcelona, el campo tarraconense y Mallorca.

El primer triángulo vital de Miró: Barcelona, el campo tarraconense y Mallorca.

La infancia de Miró se reparte entre los inviernos en Barcelona y, desde 1900 y hasta 1910, las regulares vacaciones de verano en las casas de sus abuelos paternos en Cornudella y los abuelos maternos en Mallorca. Encontramos ya claramente delimitada así la tríada del mundo de Miró: la gran urbe donde vive la cultura, el pueblo rural donde goza del paisaje ilimitado, la isla como microcosmos abierto al mar. 
Bozal (1992) explica esta vívida querencia de Cataluña y Mallorca, que afecta tanto a su vida como a su obra: 
‹‹(...) Cataluña y Mallorca fueron siempre, cuando vivió allí pero también cuando vivió fuera, puntos de referencia necesarios para su trayectoria biográfica y para su pintura. El paisaje catalán y el mallorquín, la luz, los colores, los objetos populares..., están presentes en sus imágenes y en sus objetos, y ello hasta tal punto que podemos pensar en su obra como un redescubrimiento, un mirar de nuevo lo que son tales rasgos.››[1]
El Miró adulto sólo modifica este triángulo mágico: al mundo urbano añade París, que complementa las carencias de Barcelona y le permite abrirse a Europa; en el mundo rural se centra en el campo de Mont-roig (y su entorno tarraconense de otros pequeños pueblos); sólo la isla mallorquina se mantiene invariable y no sorprenderá que en ella acabe.
Dupin (1993) restringe esa geografía mironiana esencial al campo y la isla, por su común condición de tierra-raíz, mientras que las ciudades son hitos más secundarios, aunque Dupin, francés al fin y al cabo, eleva a París por encima de Barcelona en las preferencias del artista, aunque sea ya a partir de los años 20:
‹‹Por cerca que esté de su ciudad natal, en la que pasó la infancia y gran parte de su vida, Miró no le atribuye, sin embargo, más que un papel secundario. Sus raíces profundas se alejan de la ciudad. Su verdadero y doble país es, por una parte, la región de Tarragona y Mont‑roig, de donde procedía su padre, y, por otra, la isla de Mallorca, donde residía la familia de su madre. Para completar esta geografía afectiva, la historia nos obliga a añadir a esos dos lugares originarios uno elegido por él: París, tercer vértice de un triángulo perfecto en el que puede inscribirse la personalidad entera de Miró.››[2]

Barcelona, el primer ámbito urbano.
Barcelona fue la urbe favorita de Joan Miró. Toda su vida apreció recorrer sus calles, disfrutar de sus gentes. Su vitalidad urbana era una fuente inagotable de inspiración de temas para la pintura de Miró, como Dupin (1993) describe con su poética sensual:
‹‹En Barcelona, el griterío de la calle, desde las voces de los vendedores de lotería hasta los apremios de las vendedoras de flores, rivaliza en vehemencia con el estallido de los colores. En los mercados, pirámides de naranjas, de pimientos, de berenjenas o tomates, montañas de huevos o ristras de chorizos, pregonan abundancia, los colores chocan entre sí y crean activas disonancias en total correspondencia con la tumultuosa animación de la calle.
Las grandes avenidas, las maravillosas Ramblas por ejemplo, donde la intensidad del piar de miles de gorriones en los plátanos cubre los ruidos de la calle, trasiegan una oleada ininterrumpida de paseantes o de gente ajetreada y se mantienen animadas hasta altas horas de la noche. Desembocan en el puerto y en el mar, oculto tras los depósitos de mercancías. En Barcelona se ve poco el mar, pero mil signos indican su presencia y su ascendiente sobre las gentes y la ciudad. Los olores del puerto remontan por las tortuosas callejuelas de los barrios antiguos, donde la ropa tendida en las ventanas son las guirnaldas de un perpetuo día festivo. En las fachadas, las poleas que sirven para subir los muebles y bajar los féretros están rematadas por emblemas de hierro forjado que se recortan contra el cielo y cuya prodigiosa diversidad evoca los signos de Miró.››[3]
Malet (1983) destaca el impacto de Barcelona como fuente iconográfica y estética:
‹‹Los lugares donde ha vivido Miró revisten una importancia fundamental para captar el sentido más profundo de su obra. En Barcelona, su ciudad natal, Miró entró en contacto con los frescos románicos, instalados hacía poco en el Museu d’Art de Catalunya. La simplicidad de estas composiciones, la riqueza en colores puros, la línea segura y la imaginación en las formas atraen al niño como más tarde atraerán al artista. En Barcelona conoce también la arquitectura de Gaudí con sus ritmos curvos y ondulados, que, como el propio Miró confiesa, influirán en él.››[4]


Al fondo, el emplazamiento de la unión entre Plaza Real y Pasaje Madoz, donde estaba el negocio de los Miró, la relojería-joyería Acuarium.


Entrada de la calle Passatge del Crèdit, Barcelona.

Barcelona era un lugar mental más que físico: pocas veces en su vida, durante sus estancias en ella, salió más allá del centro de la ciudad, salvo por compromiso. Era sobre todo el entorno de su casa natal y los lugares de los museos, las galerías, las casas de sus amigos o los centros de diversión donde disfrutaba de los placeres de la amistad con Prats o Gasch. Sin duda su paisaje urbano favorito era el de las calles más cercanas a su casa natal, un entorno que Dupin (1993) describe:
‹‹En pleno corazón del casco viejo de Barcelona, cerca de la magnífica Plaça Reial, a igual distancia del barrio gótico que alberga la catedral y de la intensa animación de las Ramblas, está el Passatge del Crèdit, sombrío pasadizo dominado por las altas y solemnes fachadas de sus edificios típicamente barceloneses. Un minúsculo pabellón octogonal, acristalado y en forma de pináculo, daba vivienda al guardián del pasaje. Enfrente, en el número 4, un fantástico dragón de hierro forjado que remata la pesada puerta de doble batiente parece indicar, con mayor propiedad de lo que lo hará más tarde la placa grabada, la casa natal del pintor.››[5]
Esta casa natal fue su gran espacio vital durante su infancia y juventud, lo que explica su apego a ella. Miró necesitaba vivir en su ambiente vital, en su patria, en los lugares donde nació y vivió. Síntoma de esto es su orgullo al decir en 1938: ‹‹En Barcelona yo pinto en la habitación donde nací.››[6] Dupin (1993) nos cuenta su amor por su casa natal:
‹‹Miró sintió siempre gran apego por la casa en la que había pasado su infancia y juventud. Allí pintó sus primeros cuadros, en una pequeña habitación convertida en estudio. Mucho más tarde, en 1932, ocupó el piso superior, que comunicaba con la vivienda familiar por una escalera interior. Y allí vivió algunos años con su mujer y su hija, reservándose en la buhardilla un inconfortable taller donde pintó una parte importante de su obra. Taller que conservaría, incluso, cuando a la muerte de su madre, en 1944, se mudó a un barrio más aireado de Barcelona. Sólo lo cedió definitivamente en 1956 al decidir fijarse en Palma.››[7]

El campo de Tarragona, un lugar de tradición.
Aunque no es desdeñable el influjo de las ciudades en la obra de Miró influye más el campo catalán, sus montañas, su naturaleza entonces casi incontaminada por el hombre en muchos lugares, en los pueblos de Ciurana, Cornudella, Mont-roig desde 1910... Miró siente aquí la realización del sueño romántico de exaltación de la tierra regional y sus pueblos en el que, durante buena parte de su infancia y juventud, se ha educado. Le cuenta a Raillard en 1975 que Mont-roig es como un compendio de su amor por la tierra catalana: ‹‹(…) Montroig es para mí como una religión. / (…) la tierra de Montroig. Cada vez la siento más, pero la siento desde que era niño.››[8]



Cornudella hacia 1900.

La región catalana del Camp de Tarragona tiene una naturaleza y una población muy homogéneas pero a la vez ricas en diversidad. Dupin (1993) explica la remarcable influencia sobre Miró del campo tarraconense, en especial de los pueblos montañosos como Cornudella[9] o Ciurana[10], con su modo de vida todavía ancestral por entonces, que él pudo conocer a fondo pocos decenios antes de su lamentable desaparición:
‹‹Pero ya antes [de 1910], aunque no fuera en Montroig, la infancia de Miró se vio forjada y fortalecida por la vida montañesa. En efecto, su abuelo paterno, que se llamaba también Joan Miró, era el herrero en el viejo pueblo de Cornudella, situado en las laderas de la montaña, en un paisaje de salvaje grandeza. De frágil salud, el pequeño Joan pasaba largas y frecuentes temporadas con sus abuelos, con los que podía gozar de una vida rústica y un aire sano.
En 1957, mientras yo preparaba la primera edición del presente libro, Miró me arrastró a la tierra de su infancia y de sus primeras pinturas. Estuvimos en Tarragona y Reus, contemplamos el mar en Cambrils, pasamos varios días en Mont‑roig. Recorrimos los pueblos montañeses que él había pintado a menudo en sus primeros lienzos: Siurana, Prades, Cornudella. Nada, o casi nada, había cambiado desde la infancia del pintor, ni las casas, ni las calles, ni la forma de vivir de los payeses. En Cornudella, la casa del herrero estaba, en su simplicidad y pobreza, tal como Miró la había conocido. Aún se veía la huella de la herradura que servía de rotulo, así como la de los hierros para marcar el ganado que el herrero ensayaba en la madera de la puerta. Miró volvía a encontrar con emoción las mismas paredes ennegrecidas por el humo, los mismos muebles, las mismas brasas de sarmiento en el hogar, cociendo los mismos platos frugales, e incluso las cándidas imágenes clavadas en el tabique que habían cautivado su infantil imaginación. El paisaje árido, duro, las viejas piedras, los senderos torrentosos, la ruda nobleza del campesino que nos acogía, el áspero saber primitivo del pueblo y de la montaña, arrojaban esclarecedora luz sobre ciertos aspectos huraños del carácter de Miró, el lado abrupto de su obra.››[11]
Malet (1983) corrobora esta interpretación:
‹‹De todas maneras, el papel que ha tenido Barcelona en el desarrollo de la obra de nuestro artista se sitúa en un segundo plano, toda vez que las raíces más profundas se han de buscar fuera de la gran ciudad. Miró se siente estrechamente vinculado a las tierras de Tarragona. Primero, Cornudella y, más adelante, Mont‑roig, donde los padres del artista compraron en 1910 la masía que había de reproducir en una de sus obras capitales, significan la toma de contacto con las labores del campo, con la más insignificante brizna de hierba o el más diminuto de los insectos: en una palabra, con las fuerzas telúricas de la naturaleza que Miró quiere sentir directamente, mientras trabaja, para que su fuerza penetre en él. El pie que está en contacto con la tierra y el ojo que contempla toda su grandeza son dos imágenes casi obsesivas, que irán apareciendo en toda la obra de Miró, estrechamente ligada al paisaje de Tarragona.››[12]

Mallorca, el descubrimiento del mar.
Mallorca es uno de los grandes hitos de la geografía mironiana. Hay islas abiertas e islas cerradas, unas que se abren al mundo a través del mar, y otras que se cierran sobre sí mismas en la fortaleza de sus costas. Mallorca es de las primeras, gracias a la gran ciudad de Palma y su puerto. La isla es un microcosmos de montañas, llanuras, costas, lagunas, pueblos... en el que Miró encontraba satisfechas casi todas sus necesidades más íntimas, desde la naturaleza (la luz, el color...) hasta el contacto humano (incluso la lengua es la catalana). La isla era un lugar de equilibrio en la balanza entre el campo de Mont-roig y la urbe de Barcelona.


Vapor Miramar, encargado de la línea Barcelona-Palma entre 1903 y 1917.


Foto de la Llonja de Palma de Mallorca, a principios del siglo XX.

Malet (1983) nos advierte que el artista ama el contraste que encuentra en Mallorca, la isla como símbolo del mar, en la que tiene sus raíces maternas, la madre nutricia que dicen los poetas, en la que aprecia asimismo la variedad de los colores, el contraste de la naturaleza, el retiro lejos de Barcelona:
‹‹El descubrimiento del azul del mar y la luz del cielo mallorquín marca un contraste rotundo con la agresividad de los parajes de Mont‑roig. En Mallorca es donde Miró descubre el Mediterráneo, no en Barcelona, ciudad que desde siempre parece vivir de espaldas al mar. Allí capta los colores vivos, los azules intensos que poblarán sus telas a lo largo de ciertas etapas de su trayectoria artística. (...)››[13]
Desde su niñez pasó buena parte de sus veranos con sus familiares mallorquines, de lo que hay bastantes testimonios personales y familiares.[14] Fue una experiencia que le proporcionó varias importantes ganancias: el amor familiar, la admiración por el mar, su madurez personal, un refuerzo de su interés por culturas diversas, una iconografía popular...
Destaca el amor familiar, pues de mayor recordaba la calidez de los sentimientos con que le acogían en la isla, en contraste con la relativa frialdad que sufría en su casa por parte de sus propios padres. En la isla tratará sobre todo a su abuela materna, una barcelonesa llamada Josefa (o Josepa) Oromí, pues apenas tuvo tiempo de conocer a su abuelo, Josep Ferrà[15], el primer aventurero conocido entre sus ancestros, cuyos pasos seguirá, como Dupin (1993) resume:
‹‹Pero la personalidad de Miró no habría sido la que fue sin Mallorca y la herencia de su abuelo materno, el ebanista de Palma. Josep Ferrà es el único personaje fuera de lo común en la ascendencia del pintor que conozcamos. De origen humilde, no sabía leer ni escribir y solo hablaba mallorquín. Simple obrero ebanista, a fuerza de trabajo e inteligencia llegó a crear y desarrollar su propia empresa. Sentía pasión por los viajes y elegía cuidadosamente los medios de comunicación más lentos. Así recorrió toda Europa y visitó incluso la lejana Rusia, lo que para la época, y dado su modo de viajar, no era ninguna nimiedad. Su aspecto rústico y su gran fuerza física ocultaban sentimientos muy delicados. Se enamoró de la frágil y romántica Josepa Oromí, nieta de un comerciante en zapatos de Barcelona y durante muchos meses, antes de decidirse a pedir su mano, le hizo la corte en términos conmovedoramente platónicos, para lo que recurría a los servicios de un escribiente público. Miró no se acordaba muy bien de su abuelo, al que sólo había conocido siendo muy niño, pero conservaba recuerdos muy precisos de las vacaciones con su abuela, que se había quedado a vivir en Mallorca tras la muerte de su marido.››[16]
En la isla aprendió a estimar el mar. El color azul del cielo y del mar en la pintura de Miró debe mucho más a Mallorca que a Mont-roig. Dupin (1993) destacará poéticamente el perdurable influjo de la isla en el pintor, centrado sobremanera en la experiencia de la pureza de ese mar:
‹‹Pero la personalidad de Miró no habría sido la que fue sin Mallorca (...).
Fue en el transcurso de esas travesías [marítimas entre Barcelona y Palma, cuando era niño] y durante sus estancias en Palma, más que en Barcelona, donde Miró aprendió a amar el mar. Por la amplitud de su dársena, por la orientación de casas y calles, por las avenidas umbrosas al borde del mar, por su catedral y sus molinos dominando el puerto, toda la ciudad parece mirar hacia alta mar. El niño Miró debió de sentir, como su abuelo ebanista, la fascinación de ese mar, oír la llamada de la lejanía y de lo desconocido.
(...) Debemos relacionar asimismo con Mallorca, con la pureza del mar que la rodea, y sobre todo con su luz incomparable, la poesía etérea de Miró, el misterio imponderable de su línea: la delicada inspiración que alterna cíclicamente con la fuga y el vigor de Mont‑roig. Mallorca, “la isla de la calma”, es el cielo en su doble apariencia de luz y nocturnidad opuesto a las fuerzas de la tierra sedimentadas en Mont‑roig. “Poesía pura”, según el propio pintor, que la asocia al mismo tiempo, en sus palabras, a la música, esa música que da animación y fluidez a las erupciones dionisíacas del “Monte rojizo”. Es la gracia ingenua y perversa de los pájaros de Miró y de todas las figuras que vuelan, se deslizan, giran, se agregan y multiplican en la tela. Es también, en Miró, la parte de ternura, la transparencia de la mirada, la agilidad de las manos, el impulso lírico y el ensueño.››[17]
Los viajes y las largas estancias en Mallorca serán hitos en su madurez personal, le fortalecerán para la experiencia más atrevida de vivir en París. Mientras otros artistas catalanes renunciarán pronto a la aventura parisina, incapaces de abandonar su tierra para siempre, Miró se sentía más predispuesto a afrontar una larga residencia fuera de su hogar.
Mallorca, como Cataluña, es un lugar de fusión de culturas (fenicia, griega, romana, islámica, judía, cristiana...), que desembocan en un modo de ser particular, inmediatamente diferenciable. Dupin (1993) aprecia esta personalidad, destacando el orientalismo (aquí limitado al Próximo Oriente) por su influjo en los gustos artísticos de Miró:
‹‹Como prueban las atalayas, especie de vigías a lo largo de toda su costa, Mallorca sufrió, desde el origen de la navegación, incesantes invasiones. Las influencias fenicia, griega, romana, árabe, judía y provenzal se fueron sucediendo y combinando sin borrar jamás completamente tradiciones más antiguas procedentes, desde antes de la época histórica, de Egipto y de los focos del Mediterráneo oriental. De ellas subsisten enigmáticos monumentos ciclópeos, los talayots. Según los ocultistas, las ciencias herméticas se propagaron por todo el Mediterráneo, constituyendo cada isla un eslabón necesario y con significación propia en el seno de la cadena mágica que va de las Cícladas a Creta, de Chipre a Cerdeña y Sicilia, para desembocar finalmente en Mallorca, Menorca e Ibiza. Sorprende el parentesco de las figurillas de arcilla o de los toros de bronce que han aparecido en las Baleares con el arte cretense, chipriota o egipcio. Sigue siendo Oriente, con sus tradiciones ocultas, el que se reencarna de nuevo en la Edad Media en la gran figura de Ramón Llull, “el iluminado”, poeta y alquimista, viajero y místico. (…)››[18]
Y conoce una iconografía popular de raíz mítica, que se adentra en la noche de los tiempos. Destaca el fruto de la artesanía mallorquina que Miró apreciará más, los siurells, de remoto origen, instrumentos de viento modelados en terracota o arcilla, de color blanco y veteados de colores vivos (rojo, verde, amarillo...), que reproducen las formas de hombres, mujeres, caballos, toros y otras criaturas, a menudo coronadas con cuernos que semejan medias lunas; emiten un sonido agudo semejante al de un silbato. Miró poseía una amplia colección en su taller y los utilizó como modelos para muchos de sus personajes en pinturas y esculturas. Los admiraba sobremanera, como Malet (1983) nos explica: ‹‹(...) En Mallorca es asimismo donde valora la poesía y la gracia ingenua del arte popular, de los siurells (silbatos), pequeñas esculturas pintadas de colores que, de acuerdo con la tradición, se vienen realizando en Mallorca desde tiempos inmemoriales.››[19] Dupin (1993) remarca esta otra influencia oriental:
‹‹(…) Adivinamos aún hoy la huella de Oriente en las supersticiones que rodean la fabricación de los curiosos silbatos llamados siurells, procedentes en exclusividad de Marratxí. Estas maravillosas figuritas humanas y animales de barro, con vistosos motivos rojos y verdes, han conservado milagrosamente la belleza de los prototipos griegos y cretenses arcaicos. Aún no hace mucho se podían comprar por poco dinero en las fiestas de los pueblos. La ascendencia mallorquina podría explicar, quizás, la atracción, diríamos casi fascinación, que ejerce Oriente sobre Miró y la influencia que, de manera difusa, impregna toda su obra.››[20]
Su amplia colección de siurells mallorquines parece que se inició muy pronto, puesto que hay una fotografía de Miró en su taller barcelonés, hacia 1918-1919, en la que aparece sentado escribiendo una carta y detrás de él se contempla un estante cargado de estas piezas.[21] Incluso pensó en hacer negocio con ellas, como le cuenta en una carta a Ferrà, en julio de 1919, en la que comenta que ha de llevarse a París ‹‹las tradicionales y pequeñas figurillas típicas de Mallorca››, que Dalmau le aconsejó llevar para facilitar su contacto con el mundo artístico parisiense, tan ansioso de novedades.[22]

NOTAS.
[1] Bozal. Pintura y escultura españolas del siglo XX (1900-1939). 1992: 345.
[2] Dupin. Miró. 1993: 17.
[3] Dupin. Miró. 1993: 16-17.
[4] Malet. Joan Miró. 1983: 7.
[5] Dupin. Miró. 1993: 25.
[6] Miró, Joan. Je rêve d’un grand atelier. “Vingtième Siècle” 2 (V-1938) 28.
[7] Dupin. Miró. 1993: 25. Dupin desliza la fecha de 1944 para el traslado al nuevo domicilio en Folgaroles porque le pareció probable como fecha ante quem, pero fue en 1949.
[8] Raillard. Conversaciones con Miró. 1993: 22.
[9] Cornudella del Monsant es un pequeño pueblo sobre una colina, en la que se encaraman los olivares. Fotografías del pueblo hacia 1946 en Giralt-Miracle, D. Joaquim Gomis. Joan Miró. Fotografías 1941-1981. 1994: 108, 109 (la casa de los abuelos).
 [10] Ciurana (o Siurana) es apenas un caserío, encaramado sobre un promontorio calcáreo del Priorato, sobre el río Siurana, mirando la sierra de Montsant y las montañas de Prades. Cuenta con 26 habitantes, unas cuarenta casas de arquitectura tradicional, con callejuelas de piedra, y una iglesia románica, Santa María del Agua. [Shale, Belinda. Siurana y la reina mora. “El País”, El Viajero (27-XI-2004) 7.] Giralt-Miracle, D. Joaquim Gomis. Joan Miró. Fotografías 1941-1981. 1994: fotografía hacia 1946, con la iglesia, en p. 107.
[11] Dupin. Miró. 1993: 18-19.
[12] Malet. Joan Miró. 1983: 7.
[13] Malet. Joan Miró. 1983: 7.
[14] Lluís Juncosa. Declaraciones. “Panorama” (26-IV-1993).
[15] Figura como Josep en Dupin. Miró. 1993: 20, y así lo recuerdan fuentes orales de la familia. En cambio, figura como Joan en Umland. <Joan Miró>. Nueva York. MoMA (1993-1994): 318. Era del pueblo mallorquín de Sóller, como confirma Joan Punyet en Merce, Gabriel. Una exposición en Can Mayol ‘asocia’ el Tren de Sóller con el arte de Joan Miró. “El Día del Mundo” (24-V-2005) 78.
[16] Dupin. Miró. 1993: 20-21.
[17] Dupin. Miró. 1993: 20-22.
[18] Dupin. Miró. 1993: 21.
[19] Malet. Joan Miró. 1983: 7.
[20] Dupin. Miró. 1993: 21.
[21] CD-rom. Joan Miró. 1998. Joan Miró en su taller de Barcelona (1918-1920). Fotografía: Serra. Col. Arxiu Històric de la Ciutat, Barcelona.
[22] Esta carta de Joan Miró a Bartomeu Ferrà, de 1919, fue descubierta por la hija de este, Margarita Ferrà, y la vendió al galerista Joan Oliver “Maneu”. [“Ultima Hora” (21-II-1990).] 


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