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viernes, junio 06, 2025

Joan Miró. El estilo de las pinturas oníricas, 1925-1927.

Joan Miró. El estilo de las pinturas oníricas, 1925-1927 

En el invierno de 1924-1925 y en la primavera de 1925, Miró vive un salto cualitativo importante en su obra, necesario a la luz de su trayectoria anterior, hacia la fusión de poesía y pintura. La charnela es el paso del surrealista Carnaval de Arlequín a la coetánea y progresivamente onírica serie de Campesino catalán, cuyas últimas piezas se anclan ya de pleno en las pinturas oníricas en la historiografía francesa, como Dupin al frente, domina el término “pinturas oníricas”; en cambio, la historiografía anglosajona, como Rowell y Green, prefiere llamarlas “pinturas-sueño” o “de ensoñación”—.
Podemos englobar estas obras en la vertiente de la pictopoesía o poesía visual, fruto del matrimonio, correlación o simbiosis entre el campo visual del cuadro y fragmentos literarios, que se inicia con una obra conjunta del poeta Blaise Cendrars y la pintora Sonia Delaunay, La Prose du transsibérian et de la petite Jehanne de France. Couleurs simultanées (1913); y su práctica se difunde en los años siguientes entre casi todos los movimientos de vanguardia, como el dadaísmo, el cubismo, el surrealismo o la abstracción. En este sentido, se explica que Miró citara a veces una importante frase de Breton respecto al valor transgresor de las palabras escritas sobre un lienzo: ‹‹El aspecto de una página de letras de molde en un libro es extraordinariamente inquietante››.[1] En un sentido cercano, Reverdy escribe, refiriéndose a Braque, pero pudiéndose aplicar a los vanguardistas, que ‹‹El pintor piensa en formas y en colores; el objetivo es conseguir poesía.››[2] Minguet (2009) sugiere que el punto de partida de Miró sería un esbozo preparatorio de Picasso para el ballet Mercure, estrenado el 14 de junio de 1924 ─Miró asistió─ en el Thëàtre de la Cigale, con música de Satie, coreografía de Massine y escenografía de Picasso, quien sustituyó en la escena “La nuit” las imágenes gráficas de estrellas por la repetición de la palabra “étoile”, aunque finalmente no se atrevieron a realizarlo en el decorado final.[3]

Las pinturas oníricas de 1925-1927 aúnan pintura y poesía, experiencias de sueños, en un espacio vacío, con una temática universal que refleja que Miró ya no centra su atención en el mundo natural de Mont-roig, generalmente con referencias sexuales mediante elementos hermafroditas (estrella, caracol...), con mensajes muy complejos y herméticos cuyo sentido representativo es muy abstracto abandona la figuración fantástica de Carnaval de Arlequín, con títulos poéticos a menudo en francés.
Son pinturas muy esquemáti­cas, es­pontá­neas, aunque pre­ce­didas de bocetos en los cua­der­nos, con una inspiración variada, desde un objeto o un acontecimiento hasta un poema. Destacan por su etéreo fondo vacío y monocromo (gris, bistre, azul...), con un nue­vo sentido del espacio. Miró realiza la preparación inicial de la superficie de color blanco de sus fondos con la ayuda de una espátula con la que alisaba la pintura, hasta conseguir una apariencia áspera y accidentada con la que surgían estímulos y efectos sugestivos.[4] Sobre esta preparación luego pinta con pinceladas casi siempre verticales los fondos del color elegido por lo común el azul ultramar, menos frecuentemente verde o amarillo, con un pigmento rebajado con trementina, para conseguir un efecto como de fresco. 
Charles Palermo (2001) destaca la claridad con que el artista muestra su proceso de creación vidual y táctil al trabajar los fondos azules:
‹‹[en Tête de paysan catalan IV] lo que queda del encuentro físico de Miró con el lienzo. Ese fondo azul lavado al que llamaré fondo, aunque éste a menudo niegue o complique la organización de un espacio profundo refleja con cierto detalle la aplicación de una fina capa de pintura. (...) se perciben variaciones en la densidad de la pintura incluso en la trayectoria de una única pincelada con una claridad ejemplar, de manera que la yuxtaposición de tales pinceladas hace visible el acto de pintar, es decir, es una especie de exploración de la superficie, en la que el cambio de dirección y de presión juegan un papel importante al revelar el soporte al espectador. En ninguna parte es este efecto tan claro que en las marcas de los travesaños del bastidor que aparecen intermitentemente en las pinturas de Miró a partir de 1925 (...)››[5]
Monod-Fontaine (2004) analiza la materialidad de los colores del fondo y su posible significación, hasta el punto de construir: ‹‹une méthodologie du fond, symétrique et complémentaire de la méthode du dessin.››[6] Data en 1924-1925 la invención del “azul saliva” para sus pinturas de esta época, mientras que en 1925 introduce un gris terroso, y en 1926-1927 va abandonando progresivamente los fondos monocromos e incorpora “materias excitantes”, para en el verano de 1927 dar finalmente por acabada su investigación del fondo.

Su obra de 1925-1927 es de una impresionante fecundidad (tal vez la mayor de su vida), con más de cien piezas, la gran mayoría fechadas en 1926-1927, aunque buena parte de las de 1926 las inició en 1925. Su dominio técnico y la seguridad en su temática habían acrecentado su eficacia en la producción pictórica, hasta el punto de que si realizar Paisaje catalán (1923-1924) le había costado 8 meses, pintar El nacimiento del mundo (1925) sólo le llevó dos o tres días.[7]

En los apartados siguientes exploraremos varias series y agrupaciones de estas pinturas oníricas, en un orden cronológico aproximado: la serie de Campe­sino catalán de 1924-1925, las pinturas individuales de 1925-1927, la serie de pinturas-poema de 1925-1927, la serie El caballo de circo de 1925-1927 y, finalmente, la pequeña serie de “fondos blancos” de 1927; en cambio, los coetáneos “paisajes imaginarios” de 1926-1927 son una excepción fuera de este estilo.

La historiografía y la crítica han reivindicado estas obras entre las mejores de su producción, aunque se han dividido al destacar rasgos tan diversos como el in­fantilis­mo, el primi­ti­vis­mo, la magia, la fantasía, la abstracción...


Michel Leiris.

Michel Leiris es el autor que más tempranamente, ya en los años 20, penetra sus características de búsqueda de la sencillez, de temática plena de fantasía, de colores de inmenso vacío. En su primer artículo (1926), describe su pintura de esta época en términos poéticos de fantasía y magia, haciendo un pequeño inventario de su mundo imaginario:
 ‹‹Un dedo, una pestaña, un órgano sexual en forma de araña, una línea sinuosa o el eco de una mirada furtiva, el lienzo del pensamiento, las cálidas sá­banas de una boca de contorno húmedo, animales o vegetales de nodriza, monstruos compuestos con papeles de periódicos como miembros, árboles con ojos de oso, grietas de piedra donde pu­lulan insectos, corteza corroída por el moho de una infinita variedad de formas y colores, números y letras de un libro de caligrafía, personas reducidas a un bigote, la punta aguda de una mama, el resplandor de una pipa o acaso las cenizas de un cigarro. En ese “país” de sorprendente sinceridad los cuernos de la luna son los cuernos de un caracol y tubérculos extrava­gantes brotan en el cielo meteórico.››[8]
Leiris evoca tres años más tarde (1929) su inmensidad espacial y su relación formal y de contenido (sus poemas seculares) con los grafitis populares:
‹‹(...) esas inmensas telas que tenían un aspecto más sucio que pinta­do, turbias como edificios destruidos, atractivas como muros empalidecidos en los que generaciones de carteleros, junto a siglos de niebla, han inscrito misteriosos poemas, amplias man­chas de sospechosa configuración, inciertas como aluviones ve­nidos de no se sabe dónde, arenas arrastradas por ríos de curso perpetuamente cambiante, sometidos como están a los movimientos de la lluvia y el viento.››[9]
Leiris apunta a continuación la semejanza de la estética mironiana y budista, en referencia a la búsqueda del absoluto en la nada, al interés por el vacío (esos campos oníricos de su pintura de 1925-1927) y al progresivo despojamiento de los elementos secundarios al tiempo que se estilizan los principales hasta reducirlos a su esencia:
‹‹Parece ser que, ac­tualmente, antes de escribir, pintar, esculpir o componer algo que valga la pena, es necesario acostumbrase a un ejercicio aná­logo al que practican ciertos ascetas tibetanos, con el fin de adquirir lo que ellos llaman más o menos (digo “más o me­nos” porque aquí el lenguaje occidental, que lo presenta todo bajo una forma dramática, muy probablemente debe sentirse en falso) la comprensión del vacío. Esta técnica una de las más asombro­sas que el hombre haya jamás inventado en materia de alquimia del espíritu consiste aproximadamente en lo siguiente: se mira un jardín, por ejemplo, y se examinan todos los detalles (es­tudiando cada uno de ellos en sus más infinitesimales peculia­ri­dades, hasta que se tenga de él un recuerdo de una precisión e intensidad suficientes para poder seguir viéndolo, con igual nitidez, incluso con los ojos cerrados. Una vez adquirida la posesión perfecta de la imagen, se la somete a un extraño tra­ta­miento. Se trata de ir eliminando del jardín, uno por uno, todos los elementos que lo componen, sin que la imagen pierda la menor fuerza o deje, por débilmente que sea, de alucinarnos. Hoja por hoja, vamos despojando mentalmente a los árboles, piedra por piedra desnudamos el terreno. Aquí quitamos un muro, allá un riachuelo, más lejos una criatura viva, más allá aún una barrera recubierta de flores. Pronto no quedan más que el cielo purificado de todas sus nubes, el aire sin sus lluvias, el suelo reducido únicamente a la tierra arable y unos cuantos árboles delgaduchos que yerguen su tronco y sus ramas resecas. También suprimimos, cuando les llega el turno, esos últimos ve­getales, de manera que sólo queden cielo y tierra. Entonces hay que hacer que cielo y tierra desaparezcan también; primero el cielo, abandonando la tierra a un terrible soliloquio, que ten­drá que desaparecer a su vez, sin dejar absolutamente nada, última ausencia que permite al espíritu ver y contemplar real­mente el vacío. Únicamente entonces podemos comenzar a recons­truir el jardín pieza a pieza, recorriendo el mismo camino en sentido inverso. Luego repetimos la serie sucesiva de construc­ciones y destrucciones hasta que llegue el momento en que, gra­cias a esa secuencia de operaciones realizadas a ritmo cada vez más rápido, adquiramos la plena comprensión del verdadero va­cío, la comprensión del vacío moral y metafísico, que no es, como tal vez pudiéramos llegar a creer, la noción negativa de la nada, sino la comprensión positiva de dicho término, a la vez idéntico y contrario a la nada, el que designamos por ese nombre frío como un zócalo de mármol y duro como el badajo de una campana: el absoluto, más difícil de aprehender que una ar­teriola de bronce en los intersticios de una piedra imaginaria.
Entre los pintores contemporáneos que han llevado más le­jos este tipo de intentos hay que situar, con toda justicia, al catalán Joan Miró”.››[10]
Siguiendo la estela de sus análisis, Leiris (1972), también uno de los primeros en reconocer el mundo infantil en la obra mironiana, nos advierte contra la interpretación simplista que se ha hecho de esta idea: ‹‹Puede hablarse de infancia a propósito de Miró, pero a condición de que sea la infancia del mundo y no de su propia infancia››[11] y luego explica que que el espectador de la obra de Miró debe, al modo budista, despojarse de teorías y prejuicios, para captar su sencillez intrínseca y desde ella construir una totalidad:
‹‹Arte totalmente espontáneo, arte sensible, arte abierto, la producción de Joan Miró no necesita comentarios estéticos y demostraciones en regla. La única conclusión posible a estas notas es un consejo práctico sobre la mejor manera de abordar una obra de Miró: crear el vacío en uno mismo, mirarla sin prejuicios y bañar en ella los ojos, como en un agua donde éstos podrán limpiarse el polvo acumulado en torno a tantas obras maestras. Gracias a este recuperado candor se nos abrirán, grandiosas, las puertas de la poesía. (...) La pintura de Miró, a la vez elemental y preciosa. Todo reposa sobre la calidad del trazo, el encanto de los colores. No hay nada que explicar sobre esta pintura, que no puede tampoco explicar nada.››[12]


Christian Zervos. 

Christian Zervos (1934) ensalza las numerosas pinturas de 1926-1927 en que predominan los colores planos:
‹‹Il s’ensuit la disparition totale des objets dans les toiles que Miró peint en 1926, remplacés par des masses de couleurs, dans lesquelles vivent de pur schémas, des extraits de formes fixés par des signes, toute une idéographie devenue croyable par le don puissant de la suggestion poétique. C’est dans ces toiles que nous nous apercevons le mieux que l’art est chose si subtile, que notre seule volonté et nos connaissances sont trop émoussées pour y atteindre pleinement.
L’anné que suit [1927] est une des plus riches dans la production de Miró. Ce sont les mêmes démarches que l’année précédente qui conduisent le peintre du mystère ouvert jusqu’aux abîmes, à une expression qui, pour être plus certaine et moins flottante, n’en est pas moins poétique. Dans les toiles de l’année 1927, Miró atteint à la musique. Signes et couleurs y créent une suite d’accords. Une puissance mystérieuse met en action le monde des harmonies, sans lesquelles l’univers serait inconcevable.››[13]

James J. Sweeney (1941) señala que hacia mediados de 1925 Miró da significativos pasos hacia una pintura onírica, muy cercana al ideal surrealista de un arte despojado, esencial, de­ una fantasía más inteligible, más accesible para el públi­co, lo que pasa necesariamente por signos más austeros y conec­tables con el imaginario popular. Es una época en las que las formas descriptivas y las distorsiones fantasiosas han desaparecido completamente y ahora su atención se enfoca hacia las masas de color, los esquemas compositivos más simples, las formas simbólicas sencillas, en una iconografía que Miró hace creíble sólo por la sugestión de su contenido poético.[14]


Jacques Dupin.

Jacques Dupin (1961, 1993), retomando los análisis de Leiris y Sweeney, bautiza como “pinturas oníricas” las telas parisinas de Miró de 1925-1927, salvo 14 paisajes (tres son figuras) de los veranos de 1926 y 1927:
‹‹En 1925 Miró abandona el modo de figuración fantástica con la que traducía verdaderamente, a un lenguaje ideogramático y poético, los objetos, las escenas, el paisaje y los seres de su universo. Esa alquimia de las formas dejará paso a una alquimia inmediata de los movimientos del ser, a su aprehensión en la fuente misma, a la transferencia a la tela, que no es tanto lugar de una metamorfosis cuanto receptáculo del sueño. Por esta razón proponemos llamar pinturas oníricas a la fecunda producción parisién de los años 1925, 1926 y 1927, excluyen­do de dicha categoría (y del presente capítulo) catorce grandes te­las pintadas en Mont‑roig durante los veranos de 1926 y 1927, que tienen un carácter totalmente distinto.››[15]

Roland Penrose (1970) explica las “pinturas oníricas” como un ejemplo de su surrealismo espontáneo y automático, bastante cercano a la abstracción:
‹‹Los cuadros de esta época han recibido el nombre de “pinturas oníricas”, no porque Miró pintase de memoria lo que había soñado, sino más bien porque su origen estuvo en gran parte en el subconsciente y porque fueron ejecutadas con la mayor espontaneidad posible. Este enfoque correspondía a los experimentos de los surrealistas sobre la escritura automática y la elección de imágenes pictóricas al azar; pero Miró era lo bastante original como para hacer de sus “pinturas oníricas” una nueva y revolucionaria forma de expresión. Esto ocurría principalmente por su habilidad para eliminar elaboraciones y adiciones introducidas por el control consciente; suprimiendo hasta los símbolos que habrían de reaparecer luego con nueva significación, producía a veces pinturas que, despojadas de todo lo irrelevante, confiaban a una pequeña mancha de color, en resalte sobre un fondo atmosférico, el cometido de dar la sensación de infinita profundidad. Esta especie de abstracción, dadora de un sentido de espacio sin la ayuda de la geometría, creaba las condiciones elementales en que Miró podía situar formas que flotaban libremente o se mantenían en recíproca tensión unas con otras, como observamos, por ejemplo, en Pintura (1925).››[16]

Krauss y Rowell (1972) superan la califi­cación como automáticas u oníricas de las pinturas de Miró en el periodo 1924-1927 y apuestan por el nuevo término de mag­né­ticas, por su relación con el universo poético-mítico de Les Champs Magnétiques de Breton y Soupault[17], lo que concuerda con el debilitamiento de la influencia de Apollinaire. Krauss explica que:
‹‹In Les Champs Magnétiques the concern to create an uninterrup­ted field of language parallels the concern Miró came to by the mid-twenties: to make painting from an uninterrupted field of color. Further, both book and painting shared the problem of inventing a language which would simultaneously describe the world of objects and the opacity of the medium that renders them —whether that medium be line or words—.››[18]
Krauss toma la esencial in­tención mítica de Breton en su poema del título del primer can­to, La Glace sans Tain (El espejo sin espejeado), el espejo que carente de la plata del fondo, transparente, no refleja al su­jeto, permitiendo que su subjetividad emerja inme­diata y libre a través del espejo, y no obstante advertir que el automatismo y el sueño están presentes en este referente poético, relativiza su importancia (y lo extiende a Miró):
‹‹Automatism —the act of writing without the censorship of any preconceived structure or subject— may have been the ground-rules of Les Champs magnétiques, but is was not the goal Breton and Soupault were driving toward. The same is true of Miró’s paintings of the mid and late twenties. There is in them, as we shall see, the ambition to create “la glace sans tain”—the unsilvered, or one-way mirror—.››[19]
Krauss, entiende que Miró, en cambio, aplicaba mucha más “cons­ciencia” y expresividad a sus obras, como el mismo Breton de­nunciaba, por lo que no se les puede aplicar in strictu senso a estas obras los tér­mi­nos de automatismo u onirismo. El único rasgo común que restaría sería el de “campo de color” (field of color), lo que permite a Krauss, una vez cortado el cordón um­bilical de Miró con el surrealismo, considerarlas un anteceden­te de los campos de color de la pintura norteamericana de los años 50. Krauss entiende que Miró cambia su estilo en el verano de 1925 desde el rico colorido de Carnaval de Arlequín a la austeridad colorística, la linealidad (una línea con una amplia variedad de presentaciones: la curva, el trazado geométrico, la escritura...) y el énfasis en la problemática espacial de las pinturas oníricas:
‹‹(...) But in 1925 Miró’s palette changed. The variegated colors of The Tilled Field and The Harlequin’s Carnival were simplified down the monochromes of blue or sienne or bister. Miró applied these colors in radically thinned washes over the whole surface of the canvas. Within these loosely-brushed expanses, Miró traced a sequence of images which he executed in hair thin lines of astonishing circumspection and reticence. It was as though part of Miró’s thinking in these paintings was focused on the problem of how to deprive line of its natural” weight. A line that was allowed to curve back on itself to close the contour of a figure would interrupt the liquidity of the color field, damming its flow by the suggestion of a corporeal presence. The same is true of a line that is shaded or thick: it would infiltrate the space of these pictures with references to the physical world where the density of mass is underlined by the shadow it casts or the matter it displaces.››[20]
Krauss incide en que Miró desarrolla la problemática espacial en las pinturas oníricas, procurando alcanzar una representación no ilusionista:
‹‹The question that haunts these pictures is the one of space. Their roots are in Miró’s earlier work with the specific, real space of landscape; their apotheosis is in a return to landscape, but at an entirely new level of formal thinking. To move from the first stage to the last involved Miró in the problem of how to represent space without constructing an illusion of it.
The distinction between those two things, representation and illusionism, was important for Miró. It is a distinction which turns in the strangely asymmetrical relationship between representation and resemblance. (...)
(...) By the mid-twenties Miró, too, had moved far away from thinking of painting as a matter of resemblances. Rather, it had become for him a task of representation of space into that other place which is primarily the domain of the sign. It was a long push that began in his work in the late teens, and one can follow its course step by step.››[21]
Már tarde, Krauss (1994) reevaluará, a la luz de una lectura de los artículos de Bataille, Leiris y Einstein en “Documents”, su opinión sobre las pinturas oníricas, que ahora no entiende básicamente como un precedente de la Color Field Painting, sino que advierte el concepto de Bataille del bajo materialismo, de lo informe, en esos fondos lavados en los que parece flotar un aire misterioso, unas fuerzas primigenias y amenazantes de la naturaleza que se remiten a una metáfora del insondable interior humano, y relaciona el motivo del gros orteil (el dedo gordo del pie) con la idea de Miró de estar en estrecho contacto con la tierra para poder impulsarse hacia el infinito.[22]

Harold Rosenberg (1983), por contra, sugiere que el espacio abierto de Miró, pleno de signos ambiguos y él mismo un signo más —una enseñanza fundamental para los jóvenes pintores norteamericanos—, se construye a caballo entre lo consciente y lo inconsciente, sin ruptura u oposición entre ambos, siendo el color no un factor de construcción del espacio (el azul y los otros colores sólo son “constructivos” en pequeñas dosis, no en fondos monocromos) sino de representación de un movimiento fluido, el de la propia personalidad del artista —lo que encardina con su propia y famosa teoría de la action painting—: ‹‹In a Miró, the figures are signs, but so, also, is the background a sign, as well as a source: a yellow night, a blue abyss, the tawny earth of the native’s artist Catalonia. The painted ground is no longer merely a hue intented to unify the composition; it has become a space, alive with energies (…)››[23]

Jean Leymarie (1974) ya resaltaba que estas pinturas se habían puesto de moda desde la exposición del 1972 en Nueva York por su valor de precedente del informalismo:
‹‹Miró brosse de 1925 à 1927, en état de rêve, d’hypnose et d’imprégnation poétique, sous l’influence de l’automatisme surréaliste, une centaine de peintures spontanées de tonalité monochrome, bruine, cendre ou azur, mises récemment en lumière pour leur mystérieuse puissance allusive et leur valeur annonciatrice, vingt ans à l’avance, du lyrisme informel à teneur existentielle. Son originalité consiste à utiliser la texture matérielle de la toile, avec des préparations et ses accidents, ses fonds délavés ou brouillés, ses taches et ses lignes en suspens, non comme réceptacle des images mais comme substance énergétique, source ouverte des signes identifiée au flux émotionnel et au champ vibratoire de l’inconscient. Cette notion d’atmosphère mouvante, de champ psychique en expansion intervient aussi chez Proust, Joyce ou Kafka.››[24]

Rosa María Malet (1983) sigue a Dupin y se refiere a las pinturas oníricas como un corte con las fantásticas (que resumiría Carnaval de Arlequín) y las caracteriza por su relación con una determinada concepción del sueño:
‹‹En 1925, Miró abandona la pin­tura fan­tástica dentro de la cual, y gracias a su peculiar len­guaje ideogramático, transfor­ma los objetos, paisajes y se­res de su universo familiar. A partir de ahora, su pintura será expresión de los movimientos del ser vivo, al que captará en su origen. El clima de estas telas nos hace pen­sar en la pintura del sueño, que no es lo mismo que los sueños pintados de algu­nos surrealistas.
Esta atmósfera oníri­ca ca­racteriza el casi centenar de cuadros pin­tados durante los in­viernos de 1925, 1926 y 1927, a la vez que los distingue de su restante producción y las pinturas auto­má­ticas realizadas por otros surrealistas.
En general, todas es­tas telas son mono­cromas y en ellas domina el color del fondo azul, gris, tosta­do..., sobre el que aparecen grafismos, man­chas y signos alu­sivos. La forma, casi siempre en manchas cla­ras, deja que se transpa­rente el color del fondo. Las notas de color, aunque escasas, tienen por misión realzar algún detalle.
Algunas de estas obras ocultan una realidad difícilmente des­cifrable, como Pintura, donde tan sólo conseguimos reconocer aque­llas figuras la escuadra y el círculo que ya habíamos vis­to con anteriori­dad. Se trata por lo general de una transpo­si­ción a la tela de impresiones recibidas al azar durante un paseo o a través de la lectura, si es que no son alucina­ciones debi­das al hambre. En contra de lo que hacen los surrea­listas, Miró se inspira concentrándose en las formas producidas por las grietas de una pared, las manchas de humedad o el movi­miento de las nubes. Todas estas observaciones, anotadas cuidadosamente en su cua­derno, le sirven luego para construir una composición.
Algu­nas, no demasiadas, composiciones de estos años son resul­tado de la elaboración de una realidad vivida, ya sea un paisa­je o una escena familiar. Tal es el caso de Cabeza de fuma­dor o La siesta. Gracias a los cuadernos de la época, ac­tualmente en la Fundació Joan Mi­ró, podemos compro­bar que esta última pintu­ra fue en un princi­pio una composición descriptiva con dos per­sonajes. Uno de ellos dormita apoyado contra la pared de una casa en la que hay un reloj de sol que señala las doce. El otro personaje nada en el mar, junto a unas rocas representadas por la cresta azul de la derecha. El sol brilla en todo su esplen­dor. Es mediodía.››[25]
Malet precisa empero que su objeto no son los sueños sino el material que favorece los sueños ajenos:
‹‹Joan Miró no pin­ta sueños sino que, a través de su obra, pone a disposi­ción del espectador ciertos elementos para que sea éste quien sueñe. Miró no ha trabajado nunca bajo los efec­tos de la hipnosis, las drogas o el alcohol. Su vida, lo mismo que su pintura, ha sido siempre metódica y ordenada. No obs­tan­te, su personali­dad artística, su manera de representar so­bre la tela lo que le dicta la inspiración hará exclamar a André Breton: ‹‹Miró es el más surrealista de todos nosotros.››[26]

Guy Weelen (1984) también sigue a Dupin, pero enfatiza los aspectos poéticos y la sorpresa:
‹‹L’année sera une année fertile. La moisson sera abondante. Miró creuse son idée. Comme un musicien, il a trouvé un motif et il en tire toutes les inventions possibles. Les fonds seront souvent bleus: des "océan aérien” ou bien encore mordores très modulés sur lesquels viendront glisser de longs traits stricts ou ondulés, éclatés, des taches étincelantes, blanches, rouges et vertes. L’espace sera immense, aussi vaste qu’une mer de nuages découverte par le hublot d’un avion. Quelques signes plastiques isolés se partageront la surface de la toile. Par enchantement, le trait agira comme une coupure et laissera tout autour de lui une zone sensibilisée, la tache fera comme une goutte d’huile sur un buvard, elle débordera de son contour pour s’entourer d’une onde que l’oeil mesure. En eux, il y a quelque chose de physique: le trait tient de l’écorchure et sa traînée est brûlante ou sèche, la tache, du coup violent qui laisse dans la chair meurtrie un point douloureux, ou bien encore “aigu tel [significa «hay»] une piqûre d’aiguille. Enfin, Miró joue de la surprise, comme Klee sait admirablement le faire de l’inattendu. Il saisit au vol, il attrape dans son filet le papillon à la trajectoire virevoltante. Entomologiste expert, il le fixe sur la toile en le traversant d’une épingle. Miró détient cette faculté merveilleuse de situer chaque ligne, chaque couleur de la manière la plus sûre et la plus expressive. Sa sûreté est infaillible, il gagne chaque fois. L’ensemble de son oeuvre considerée sous cet angle est un émerveillement renouvelé.››[27]

Nicolas Calas (1985) plantea una diferencia sustancial respecto a la interpretación de Krauss y Rowell, porque considera que el campo magnético en el poema de Breton y Soupault es el ‹‹poema mismo››, mientras que el campo magnético en las obras de Miró es el color “junto” con las palabras y los pictogramas.[28] Y apela como autoridad al mismo artista, que proclamaba que no había dife­ren­cia entre poesía y pintura.[29]


Margit Rowell.
 
Margit Rowell (1993) destaca el carácter individual y aislado del Carnaval de Arlequín, que dará paso al nuevo estilo de las pinturas-sueño mucho más abstractas, caracterizadas por el espacio-vacío, inspirado por el mundo natural y la poesía:
‹‹(...) Pero el citado cuadro quedará como ejemplar único. Pues, aunque Miró ya había empezado en 1924 a realizar telas dibuja­das sobre un fondo monocromo, en 1925, este lenguaje, a la vez condensado y “estallado”, se instalará como su idioma dominan­te. Por su­puesto, los fondos azules, amarillos, tierra y arena se refieren al medio natural, pero también remiten a la poesía a la que Miró era aficionado. Estamos pensando en L’Inven­tion (1922) de su amigo Paul Éluard, en el que la arena, el agua y el aire ocupan un lugar de honor; en el “abismo floreciente y azul” de Rimbaud, en el “eterno azur” de Mallarmé, o en el “inmenso azul” de Rubén Darío, que era el poeta de moda en la Barcelona de su juventud.››[30]

Christopher Green (1993) extiende las pinturas oníricas un par de años, a 1924-1928, y las supone el culmen de su automatismo:
‹‹(...) Fue sobre todo en las “pinturas‑sueño”, con las que se relacionan las pinturas‑poema, donde Miró hizo explícito su compromiso con el automatismo mediante la creación de signos antes de 1928. En estas pinturas el automatismo y por ende la primacía del artista como creador se convierten en una cuestión ineludible, a pesar de las repetidas alusiones que se hacen a la poesía y por tanto al pintor como poeta.
Las pinturas‑sueño dominaron la producción de Miró entre 1924 y 1928; existen más de cien. Como en El beso, la simplicidad de los signos a menudo ambiguos suspendidos como si estuvieran en espacios atmosféricos que invitan a la proyección imaginativa, da la impresión de una creación de signos automática en su forma más compulsiva. La impresión de automatismo no es menos compulsiva en los collages, objetos y construcciones de 1928 y en adelante. Se puede observar en la desordenada indiferencia de las “antipinturas”, y en la aparentemente manifiesta incidencia de las conjunciones fortuitas en los collages, objetos y construcciones. El hecho de que la precisión detallista de las figuras metafóricas y de las pinturas anecdóticas haya sido suplantada hace que la cuestión del auto­matismo sea más exclusivamente central. Por tanto el trata­miento del automatis­mo en Miró se puede apreciar mejor teniendo en cuenta su producción durante todo el periodo de su “asesinato de la pintura”, desde 1923‑1924 hasta 1933.››[31]

Simón Mar­chán Fiz (1995) resume la poética de las “pinturas de sueños”:
‹‹Desde el punto de vista formal, todas ellas comparten algunos rasgos comunes. Ante todo, sus fondos casi monocromos en amarillos, azules, grises, marrones o verdosos las abren a un espacio homogéneo y virtualmente ilimitado; con esta innovación se desvanecen definitivamente convenciones tradicionales, como la interacción de la figura y del fondo, los modelados y la perspectiva, así como las cubistas. Además, este espacio así homogeneizado se transfigura en un territorio mágico y de ensoñación poblado por unas pocas figuras orgánicas o biomórficas reducidas a alguna de sus partes esenciales: la cabeza, el busto, el cuello, el pecho, algún órgano o extremidad, etc., e interpretadas mediante una gran economía de medios donde la línea alcanza un protagonismo hasta entonces desconocido que borra cualquier reminiscencia del todo orgánico.
Gracias a los Carnets catalans sabemos que estos óleos tenían como punto de partida, tal vez como residuos apegados a su fase “detallista”, unos dibujos estilizados muy enraizados en lo real. (...)››[32]

Agnès de la Beaumelle (1998) comenta esta fase de Miró:
‹‹Miró domina aquí magistralmente los términos que calificarán toda su producción de los años 1925-1927 y que son los de verdaderos “campos magnéticos” para decirlo con las palabras propuestas por R. Krauss del título de la obra de Breton con la cual se inaugura la poética surrealista. Campos magnéticos: es decir, cartografías naturales, liberadas de toda atadura descriptiva y racional y en donde parecen moverse, cristalizándose según una disposición enigmática secreta, los residuos fantasmagóricos de una realidad casi olvidada, campos de resonancia pulsación y vibración aéreas del espacio abiertos en todos los sentidos y en todos los suspensos, y en donde lo lleno y lo vacío, lo pesado y lo ligero, lo de arriba y lo de abajo, lo real y lo virtual, lo preciso y lo informe, son parte de una extraña ecuación.››[33]
La misma Beaumelle (2004) declara posteriormente: ‹‹Hay momentos en que los fondos de las telas de Miró son más potentes que las figuras, son la historia del cuadro. Eso impresionó mucho a gente como Pollock. Los procedimientos de la action painting están prefigurados en esos fondos.››[34]

Charles Palermo (2001) explica que en estas pinturas de Miró hacia 1925: ‹‹el espacio pictórico se convierte en una superficie en la que la actividad de un sustituto ofrece una metáfora de la entrada corpórea del pintor en la superficie de la pintura.››[35], realizando el ideal de una pintura a la vez visual y táctil: ‹‹El campo azul de Miró es un poco como la superficie del agua, en el hecho de que tocarlo no es sólo penetrarlo, sino también estar en él. Esto es lo que se podría llamar translucidez táctil.››[36]

Para explicar las características fundamentales de las pinturas oníricas nos apoyaremos sobre todo en las ideas de Dupin, que nos parece el autor que mejor las ha estudiado, contando con que estaba en contacto directo con Miró para conocer su proceso mental; además incluiremos algunas notas propias y de otros autores (Rowell, Bachelor...):

‹‹(...) Dicha tela [Les Fratellini] y su variante son un buen ejemplo del humor interior de Miró. Ambos cuadros me pro­porcionan la oportunidad de puntualizar algunos extremos res­pecto a los títulos. La mayoría de los cuadros oníricos que hemos catalogado no fueron bautizados por el pintor. Sólo les puso título a los pocos que tienen su punto de partida en la realidad, como La siestaLa comida de los campesinosCabeza de campesino catalán o la maravillosa Dama paseando por la Ram­bla de Barcelona. Algunos títulos proceden de las frases poé­ticas o de las palabras que figuran en la tela: Beaucoup de mondeLe signe de la mortCeci est la couleur de mes rêvesAmour“Musique, la Seine, Michel, Bataille et moi” (Mucha gen­te, El signo de la muerte, Este es el color de mis sueños, Amor, “Música, Sena, Michel, Bataille, y yo”). En fin, para un corto número los títulos fueron atribuidos en la época de la ejecución por los poetas amigos de Miró y con su aprobación; tal es el caso de El nacimiento del mundoEl grito y La tram­pa. En cuanto al resto, no llevan título y no deben llevarlo. El pintor rechazaba los títulos corrientes utilizados como Los FratelliniEl lazoLa cometaEl coitoLa vela u Hombre con bigote, que traicionan y vulgarizan de forma evidente la obra que identifican.››[37]

· Son obras inspiradas por el fértil ambiente poético de su círculo parisino (en concreto las lecturas poéticas y las experiencias alucinatorias), espontáneas en su ejecución, pero previamente preparadas en bocetos:
‹‹Durante las estancias parisienses, Miró prosigue esa pin­tu­ra del ensueño cuya superabundancia se explica por la espon­ta­neidad en la ejecución, pero también por la supresión del detalle descriptivo y el desvanecimiento de las formas ante la progresión del vacío del que parecen emanar. El clima en el que trabaja aclara algunas de las características de esa pintura onírica. El pintor reconoce que, entre sus amigos de la rue Blo­met y el grupo surrealista, estaba sometido a una eferves­cen­cia intelectual casi delirante. Se añadían a ello, afirma él mismo, las alucinaciones provocadas por el hambre y el exceso de trabajo. Sus precarios recursos económicos no le permiten comer debidamente todos los días y sus constantes descubrimien­tos le empujan a trabajar sin descanso, con un arrebato que, paradójicamente, su temperamento metódico, ordenado y puntual acentúa. Su fiebre y su exaltación no son menos intensas que las de su vecino Masson, aunque púdicamente disimuladas bajo una apariencia impecable que contrasta con el espectacular anar­quismo de Masson. La influencia de los grandes insurrectos de la poesía, Novalis, Lautréamont, Rimbaud, Jarry, obra pro­fundamente en su imaginación. Pero sigue dibujando antes de pintar, como para asegurar la retirada, para no perder pie y no abandonar el suelo. Lo atestiguan los cuadernos de bocetos que había conservado y que actualmente se encuentran en su fundación de Barcelona. Hay un dibujo preparatorio para cada pintu­ra, muy preciso, que fija a lápiz lo que ha de ir en la tela. (...)››[38]
En cuanto a su inspiración en las experiencias oníricas de sus amigos poetas, hay el testimonio de Sweeney, quien tras conocerlo hacia 1927, acompañaba a Miró a sesiones de poesía y cuenta­: ‹‹Miró se quedaba sentado y como hipnotizado. Las discusio­nes sobre las técnicas y prácticas imaginadas para dejar en suspenso el poder del entendimiento le dejaban sinceramente fascinado. El objetivo era, por supuesto, liberar tanto el fon­do como la forma en interés de la poesía pura››.[39]
Los bocetos, muy minuciosos, demuestran que parte de estas pequeñas experiencias sensoriales, a las que estructura geométricamente en una composición con recursos clásicos, lo que garantiza la seguridad con que luego se entrega al juego principal de lograr la atmósfera onírica con recursos mucho más libres (la pincelada suelta, los chorros de materia; esto es, lo que caracterizará después de 1945 a los movimientos del expresionismo abstracto):
‹‹Miró me dijo una vez que anotaba en un cuaderno las impre­siones fugitivas nacidas al azar de sus paseos, de un sueño, de una lectura o de los estados alucinatorios provocados por el hambre, el cansancio o la exaltación. A imitación de los su­rrea­listas, que habían sistematizado el procedimiento, Miró pro­voca la inspiración concentrando la atención de modo obse­sivo en las formas evocadas por las asperezas de un viejo muro, las manchas del suelo o del techo, la configuración de las nu­bes. Y, sin embargo, los dibujos de los cuadernos son composi­ciones rigurosas, casi forzadas, escenificaciones perfectas y definitivas, boceto cuyo preciso grafismo guiará con seguridad a las formas sobre la tela, al mismo tiempo que libera la pin­tura. La pintura, es decir, el entregarse totalmente a ella, que lleva muy lejos del motivo inicial, pero sin borrarlo, sin perder de vista el recorrido del pincel y la efusión de las chorreaduras. (...)››[40]
David Batchelor (1993) insiste en la elaborada planificación de la pintura de Miró en estos años 1925-1927 y rechaza su superficial adscripción al estilo espontáneo (automático) que por entonces cultivaban Max Ernst y Masson. Utiliza como ejemplo el proceso de creación de La siesta (1925), a partir de dos apuntes, que nos muestran el paso del primero, una representación naturalista inspirada en la realidad cotidiana del campo de Mont-roig, al segundo, una depurada estilización casi abstracta que será el referente definitivo para la pintura. Es una técnica de progresiva abstracción mediante apuntes cada vez más despojados de naturalismo:
‹‹the process behind Mirós work is almost the exact reverse of Ernst’s o Masson’s. (...) the starting-point of Miró’s painting is a particular range of imagery that he then reduces to an arrangement of flat shapes and contours. This process of working from a series of preliminary studies and sketches, which is derived from traditional academic training, and Miró’s tendency to take his subjects from the traditional genres while updating them in various ways››.[41]

· Hay una evolución de estas pinturas oníricas, hacia un mayor acento en el trazo y una optimista luminosidad:
‹‹Puede extrañarnos también que, en todas las telas que estamos comentando, la espontaneidad de la ejecución pueda coin­cidir con la perfección de la composición, con un dominio plástico ejemplar, con la justeza de las relaciones entre la línea y la materia‑color. Durante sus estancias parisienses de 1926 y 1927, Miró permanece fiel a esa escritura negligente y dispersa, a la lentitud de los chorreos blancos, al prodigio de la línea desenrollándose o anudada, que nos produce un senti­miento a la vez de extravío y fatalismo, pero sobre todo a las curvas punteadas que parecen resucitar el rastro de un itiner­ario olvidado. Sin embargo, la pintura de Miró va a despren­derse poco a poco de la noche oscura y de un onirismo opresor. Las formas se precisan, el trazo se acentúa, los fondos, espe­cialmente, se espesan, se aclaran y ganan en transparencia, en ligereza, en intensidad. Los fondos turbios o chorreantes o secretos, o al contrario brillantes y animados por la dureza del pincel. Señalemos en particular gran número de fondos de azul cerúleo, extraordinariamente luminosos y vibrantes, que exigen un dibujo más agudo e incisivo. El pintor conserva a veces la tela virgen, cuya trama fina o tosca determinará su grafismo. Entonces juega a menudo con la oposición entre esa textura­ re­gular y los grandes chorreones de blanco mate al temple.››[42]

· Dupin se refiere de un modo ambiguo al problema de la presencia de lo metafísico y lo místico en estas obras oníricas. Se decanta por una original vía de aproximación: Miró no ha presentado su mundo místico personal sino que se ha interrogado sobre el misticismo congénito a la pintura, explorando sus límites plásticos de expresión del absoluto. Miró nos presenta la mística de la pintura, al igual que San Juan de la Cruz o Santa Teresa nos muestran la mística de la poesía a través de un camino de despojamiento material para llegar al espíritu puro:
‹‹(...) Todas estas telas parecen abrir­se a un sueño ambiguo, a una noche sin fondo. Se dirían pinta­das con la materia misma del silencio. No sorprenden a la imagi­na­ción, pero la atraen, se apoderan de ella y la hacen desli­zarse hasta el estupor del comienzo y la fascinación de un vacío que sólo se insinúa ocultándose. Ninguna intención metafísica, nin­gún deseo místico ha llevado a Miró a tan remotas regiones, a esa experiencia excedente de que dan testimonio las telas tan vacías como vivas de 1925. La pintura, únicamente la pintu­ra, a la que se entrega Miró con los ojos cerrados, ha llegado por su propio movimiento a ese límite de sí misma en el que se consu­ma, por superación de lo real y de lo imaginario, la comunica­ción negativa con lo absoluto. Por medio de la pintura, Miró descubre el itinerario espiritual de los místicos de todas las épocas, de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Ávila, en particular, a los que leía con pasión. Pero la inminencia de la experiencia contribuye a acercarlo también a la de los místi­cos tibetanos.››[43]
La obra de Miró es un viaje y una búsqueda, en un camino cir­cular que vuelve a los orígenes, al mundo terrenal trascen­dido en símbo­los. El concep­to de "to­pos”, lugar, puede usarse para delimitar su espacio creativo y vital. La suya se­ría una pintu­ra "tópi­ca”, siendo el Gozo, en la obra de Miró, un gozo místico.
Por contra, Dore Ashton (1971) afirma que la pintura onírica (o cósmica), desarrollada en el contexto del impacto que le ejercen los poetas y pintores del grupo de la rue Blomet, de Kleee y de los poetas Novalis, Lautréamont, Rimbaud, Jarry... es plenamente metafísica:
‹‹(...) Although Jacques Dupin, his biographer, insists that the so-called dream paintings of 1925 to 1927 had no metaphysical intentions, and that they are the expression of the void”, these paintings are expressed in the metaphysical language of the modern painter and can mean nothing other than their profound expression of things that exist in the human imagination virtually; things that fulfil the function of the unreal.››[44]
Gassner (1994) ha destacado la influencia sobre Miró del místico luterano alemán Jacob Böhme (1575-1624) y su formulación alquimista de Dios y la Creación: ‹‹Was hat das Auge in der Krone des Baumes un was dar Ohr an dessen Stamm su suchen? Wieso eragt der Fisch aus dem Erdreich und das geometrische Dreieck in den Himmel? all dies sind zeichen, die gedeutet werden wollen. Die Kosmogonie des deutschen Mystikers und Pilosophen Jakob Böhme (1575-1624) gibt uns den Schlüssel für ihre Auslegung.››[45] Explica que la influencia de Böhme se difundió desde el s. XVII en multitud de grabados de sus metáforas visionarias, expresadas en un lenguaje críptico, que fueron utilizadas por los filósofos idealistas de principios del XIX Hegel, Schelling, Feuerbach, los poetas románticos alemanes Novalis y Tieck, el pintor nazareno alemán Philip Otto Runge y, sobre todo, el pintor y poeta romántico británico William Blake, a través del cual llegó a los simbolistas franceses y desde estos, finalmente, a Apollinaire y los surrealistas, en especial sobre un Miró que se apropia bastantes imágenes —Gassner critica que no se haya estudiado aún a fondo estos paralelismos[46]—, aun admitiendo que Miró jamás le citó: ‹‹Zu Jakob Böhme hat Miró sich nie direkt geäussert, doch gibt es neben den manifesten Belegen in den Bildern, in den Briefen un Interviews des Künstlers Hinweise auf seine Beschäftigung mit den Lehren des visionären Philosophen››.[47] Añadamos que a influencia de Böhme, que defendía el valor curativo de las piedras preciosas, parece resurgir en la ilustración por Miró de los once textos del Lapidari (1981).

· Hay una pulsión de erotismo proveniente del inconsciente, como Dupin señala:
‹‹Toda esta pintura onírica posee un gran poder de suges­tión erótica. Ligada a las obsesiones de la subjetividad y realizada bajo el dictado del inconsciente, desvela y vela al mismo tiem­po, inscribe y borra todos los fantasmas de la libido. La con­sistencia de los fondos, el lento chorrear de las manchas, su blancura lechosa y traslucida, la pulsación orgánica del espa­cio, son vehículos perfectos de cierta turbación erótica, cu­yos movimientos y sobresaltos trasmiten. Algunos cuadros muestran de manera más precisa una pareja enfrentada o a punto de en­fren­tarse (“Mantes) o sugieren, en la ambigüedad de los entre­la­zados y de las maculaturas, misteriosos acoplamientos flo­tan­do en las tinieblas o resbalando vertiginosamente por un espa­cio convulsivo.››[48]
La atmósfera onírica se desprende de sus fondos monocromos (azul, gris, bistre) para crear el vacío —Dupin sigue la interpretación de Leiris—:
‹‹Lo que caracteriza a este centenar de cuadros y los dis­tin­gue tan fuertemente de los demás trabajos de Miró o de las obras automáticas de los otros pintores surrealistas es ante todo cierto clima, una atmósfera puramente onírica. Exterior­men­te estas pinturas son casi siempre monocromas; en todo caso están dominadas por la omnipotencia del fondo sobre el que un grafismo alusivo, las manchas y los chorreos no son tanto una escritura como una revelación de los signos, las huellas o las figuras de lo que Michaux llamaría “lejanía interior”.››[49]
Miró declara: ‹‹J’ai toujours été fasciné par le vide. Une toile avec rien, et dans un coin, hop, juste un point, presque rien.››[50] Pilar Parcerisas escribe al respecto: ‹‹Miró retroba el buit, l’espai at­mosfèric, còsmic, l’espai superior.››[51]    
Los fondos, que irán ganando en animación a medida que progresa la serie, son un “ejercicio de conciencia” por el que el pintor se adentra en su inconsciente, alcanzando un estado espiritual de hipnosis que deviene en creación:
‹‹Los “fondos”, que se irán aclarando y aligerando poco a poco, como el cielo después de la tormenta, resultan al princi­pio perturbados, amenazadores y de una gran densidad onírica. El instinto se libera, el trabajo de los fondos crea en el pin­tor un estado segundo, hipnótico, se produce el adormecimiento de la conciencia, el ejercicio espiritual por el que el visio­nario accede a la visión, espera el dictado del inconsciente. Muchos están pintados al temple, cuya opacidad untuosa armoniza con la expresión del sueño; otros deben su aspecto pálido, cho­rreante, a la fluidez de una pintura al aguarrás aplicada en veladuras superpuestas. La animación monocroma: azul, gris, bis­tre, les da una pulsación particular que determina esa at­mós­fera onírica, a menudo cargada de angustia y erotismo.››[52]
Rowell (1993), por su parte, siguiendo en lo esencial a Dupin, toma como el rasgo fundamental de las pinturas oníricas esta atmósfera que sugiere vacío:
‹‹Sin embargo, lo que relaciona sus obras con la empresa poé­tica que en aquellos momentos se desarrollaba en París es, por encima de todo, la organización de la tela, la vaguedad artística de un fondo sin puntos de referencia y la inmediatez y la dispersión de los signos, las imágenes oníricas y las aso­ciaciones. Para Miró, todo ello formaba claramente parte de una escritura poética, no exactamente automática (pues, en reali­dad, todas esas telas se prepararon por medio de estudios pre­vios), pero sí una escritura en la que el signo puede ser indiferentemente una letra, una cifra, un punto o una línea, que sirven para captar la huella fugaz de los recuerdos, las emociones, las ideas que surgen de una memoria sumergida. Por otra parte, la preparación de los fondos saturados de color le servía para ponerse en disposición de dar un salto hacia lo desconocido. La elección espontá­nea de los cromatismos natura­les o de los colores de sus sueños, de fondos tenebrosos o lu­mi­nosos, le resultaba indiferente (incluso cuando el fondo afec­taba a su escritura). Para Miró, el sueño y la reali­dad, el día y la noche, la tierra y el cielo eran dos caras de un único y mismo universo, reflejándose la una en la otra.››[53]
Beaumelle (1998), en cambio, rechaza la línea interpretativa de Leiris, Dupin y Rowell de un espacio “vacío absoluto”, y propone dos pinturas oníricas, El nacimiento del mundo (1925) y Pintura (1927), como ejemplos de creación de un espacio no vacío, un espacio imagen del universo primigenio (porque representa un mundo en gestación), en el que Miró innova con un fondo sin precedentes conocidos en la tradición en la vanguardia:
 ‹‹Así, el espacio que inventa en 1924-1927 no es el del “vacío absoluto” del que hablaba Michel Leiris, sino el de un universo en gestación, en germinación, un universo orgánico en el que se efectúan mutaciones, transiciones y fusiones (como en el acto sexual de fecundación) de sustancias en proceso de licuefacción o de cristalización, de las cuales la pintura no es sino la materia, el depósito provisional: una superficie de simulacro de donde el pintor se ausenta al firmar, tal como ocurre en los graffiti o en la pintura exterior de un edificio (donde la superficie por cubrir se barre con pinceladas amplias y presurosas rudamente pasadas en sentido horizontal, como lo hace Miró en Pintura, 1927), ésta constituye el trazo mismo de su paso, pero anuncia su anonimato.››[54]
Por mi parte, considero este vacío mironiano como una expresión de ausencia, en el sentido filosófico de no-presencia: el vacío espacial es metáfora de la renuncia del hombre a figurar como actor en el paisaje de la vida, dejándose llevar mansamente por las corrientes de la existencia. Miró, como un médium que revela el misterio de lo invisible, escoge el vacío de la naturaleza infinita como un trasunto de la ausencia de sentido de la vida contemporánea y una apelación directa a retornar a la fuerza primigenia y tranquilizadora de la vida rural. De Chirico y Delvaux, en cambio, muestran a menudo el concepto de la ausencia mediante plazas y calles carentes de personas —pero al fin y al cabo este paisaje urbano desértico es una creación humana—, que sin embargo asoman de tanto en tanto en una presencia casi espectral.

· Las formas que nadan en los fondos llegan del mundo de los sueños y se representan con colores puros (a menudo el blanco), como explica Dupin:
‹‹Esos fondos confusos o lavados, como si el propio color se hubiera arrojado con negligencia sobre la tela durante el sueño del pintor, dan a los cuadros una singular calidad de au­sencia, una especie de vibración negativa que nos transporta a un premundo opresivo. Miró deja que su mano actúe sobre los ci­tados fondos con un grafismo alusivo. Extraídos de los cuader­nos, signos y formas, figuras o enigmas se emancipan como man­chas apenas dirigidas, apenas solicitadas. En ellos se pierden las líneas parsimoniosas, ligeras, indecisas y seguras al mismo tiempo. La forma sólo tiene cabida en tanto que mancha clara que deja entrever a menudo el fondo. Con frecuencia blancas, las manchas se extienden, se hinchan y acaban muriendo con la misma languidez. Algunas raras notas de color puro acentúan un detalle, identifican una cabeza o un astro, no remiten por con­traste más que a la indecisión fundamental del cuadro y a la espera infinita que expresa. (...)››[55]

· Hay una simplificación progresiva de las figuras, hasta conseguir la expresión del vacío en su atmósfera. Es un proceso de despojamiento de todos los elementos que son superfluos, para quedar tan sólo lo esencial poético, tal como Leiris nos avisará en 1929. Dupin explica:
‹‹Volvamos a 1925. Nos hemos dirigido primero a las telas donde se revela, del modo más claro, la pintura onírica que se sitúa en el polo opuesto de los delirios en que la pintura su­rrealista se ha perdido tantas veces con complacencia. Era esencial comenzar por ahí para destacar el fenómeno en su pure­za. Todas las obras de este período poseen el carácter de efu­sión onírica, de todas se desprende la atmósfera de noche blan­ca, mientras que el surgimiento del gesto desenrolla el hilo de las existencias anteriores o la huella viva de criaturas invi­si­bles. Pero muchas despiertan además figuras menos impalpables o guardan el rastro preciso de un paisaje, de una escena fami­liar.
La expresión del vacío procede a veces de una simplificación progresiva de las figuras. (...)››[56]

· Los personajes son, aparentemente, numerosos en sus presentaciones Dupin establece un breve inventario, pero representan una misma idea de estilización de la figura hasta lograr su esencia espiritual:
‹‹(...)Los personajes son numerosos y, no obstante, es siempre el mismo, indeciso y blanco como un fantasma, de con­tornos fluctuantes y sinuosos, cuya cabeza, pie, sexo y ojo son las únicas partes desarrolladas con insistencia. Están despro­vistos de toda materialidad, de toda densidad carnal. Parecen, por su apariencia espectral, figuras antes de nacer, antes de la encarnación. Desconocen la gravedad terrestre, flotan en las nubes, se deslizan a través de la fluidez o de la viscosidad de un elemento que no puede ser más que la sustancia misma de las alucinaciones y de los sueños. Las formas más frecuentes son la mano blanca, como si estuviera soldada al extremo del largo ara­besco del brazo, el corazón llameante, la cabeza semejante a un haba inmensa, el bigote llama, el ojo fijo, muy abierto, la doble hinchazón de los senos y la desmesurada amplificación del falo y el pie. (...)››[57]

· La línea-arabesco es el hilo conductor del movimiento visual del espectador, al que precipita en el vacío existencial, gracias a una etérea continuidad/discontinuidad, como Dupin indica: ‹‹La línea blanca, negra o punteada, se desenrolla siempre con la misma blandura, serpentina, espiral o vermicu­lar; sigue siendo el arabesco, pero un arabesco más perdido que inacabado. La línea-arabesco se precipita o frena según la tra­yectoria del sueño, se anega suavemente o se suspende para re­nacer más lejos con vistas a una nueva metamorfosis.››[58]

NOTAS.
[1] Breton. Los pasos perdidos. 1972: 82.
[2] Pascual, Carlos (dir.). Grandes de la pintura. v. IX. 1979: 178.
[3] Minguet Batllori. Joan Miró. 2009: 44, donde también considera que Miró pudo ver el esbozo en el taller de Picasso y/o leer el artículo de Max Morise Les yeux enchantés, aparecido en “La Révolution Surréaliste” (XII-1924), en el que menciona esta novedad picassiana.
La asistencia de Miró la confirma una carta de Picasso a Miró, en Rue Blomet. París (14-VI-1924) FPJM.
[4] Green. <Joan Miró. Cam­pe­sino catalán con gui­ta­rra>. Ma­drid. Museo Thyssen (1 octu­bre 1997-11 enero 1998): 30. Se basa en los estudios con rayos X del restaurador Brosshard.
[5] Palermo. Tactile Traslucence: Miró, Leiris, Einstein. “October”, nº 97 (verano 2001) 31-50. Trad. Translucidez táctil: Miró, Leiris, Einstein. 2002: 73.
[6] Monod-Fontaine. Note sur les fonds colorés de Miró [1925-1927]. <Joan Miró 1917-1934: la naissance du monde>. París. MNAM (2004): 70-75, cit. 70.
[7] Rubin. <Miró in the collection of The Museum of Modern Art>. Nue­va York. MoMA (1973-1974): 32.
[8] Leiris. Joan Miró. “Little Review”, Nueva York, v. 12, nº 1 (primavera-verano 1926) 8-9. cit. González García: 45-46.
[9] Leiris. Joan Miró. “Documents”, 5 (X-1929): 263. cit. Dupin. Miró. 1993: 121.
[10] Leiris. Joan Miró. “Documents”, 5 (X-1929): 264. cit. Dupin. Miró. 1993: 121.
[11] Leiris. Enmiendas y adiciones en Joan Miró, litógrafo I. 1972: 13.
[12] Leiris. En torno a Joan Miró, en Joan Miró, litógrafo I. 1972: 39.
[13] Christian Zervos. Joan Miró. “Cahiers d’Art”, v. 9, nº 1-4 (1934): 14.
[14] Swee­ney. <Joan Miró>. Nueva York. MoMA (­1941-1942): 35-36.
[15] Dupin. Miró. 1993: 120.
[16] Penrose. Miró. 1970: 48-49.
[17] Clébert. Dictionnaire du Surréalisme1996: 141-143 sobre los Champs magnétiques.
[18] Krauss. Magnetic Fields: the structure. <Joan Miró: Magnetic Fields>. Nueva York. Guggenheim Museum (1972-1973): 12.
[19] Krauss. Magnetic Fields: the structure. <Joan Miró: Magnetic Fields>. Nueva York. Guggenheim Museum (1972-1973): 13.
[20] Krauss. Magnetic Fields: the structure. <Joan Miró: Magnetic Fields>. Nueva York. Guggenheim Museum (1972-1973): 13-14.
[21] Krauss. Magnetic Fields: the structure. <Joan Miró: Magnetic Fields>. Nueva York. Guggenheim Museum (1972-1973): 15-16.
[22] Krauss, Rosalind E. Michel, Bataille, et Moi, and I. Young at art: Miró at 100“Artforum”, v. 32, nº 5 (I-1994), 74-75, en un número especial de AA.VV (72-81). Reprod. en “Octo­ber”, 68 (primavera 1994) 3-20. Bataille y Lei­ris sobre la pintura de Miró, en el periodo 1924-1933. Un comentario de esta opinión de Krauss en Pérez Miró. La recepción crítica de la obra de Joan Miró en Francia, 1930-1950. 2003: 121-122. Bataille reivindica el valor plástico del dedo gordo y del pie en general, tanto por sí mismo como por sus asociaciones eróticas y fetichistas, en Le gros orteil“Documents” 6 (1929) 297-302.
[23] Rosenberg. Art on the edge. Creators and Situations1983: 24. Miró en 22-38.
[24] Leymarie. <Joan Miró>. París. Gran Palais (1974): prefacio, p. 14. cit. <Miró>. Martigny. Fondation Gian­adda (1997): 46.
[25] Malet. Joan Miró. 1983: 12.
[26] Malet. Joan Miró. 1983: 11.
[27] Weelen. Joan Miró. 1983: 69.
[28] Calas, N. Transfigurations: Art Critical Essays on the Modern Period1985. Miró without Mirror: 135-137.
[29] Al respecto véase Santos Torroella, Ra­fael. “Voluntad de pin­tura y poe­sía en la obra de Joan Miró”, nº 2 de la serie sobre Joan Miró, en Dieta­rio Ar­tísti­co, “El Noticiero Uni­ver­sal” (4-XII-1968).
[30] Rowell. Joan Miró: Campo-Stella. 1993: 25-27.
[31] Green. Joan Miró, 1923-1933: El último y primer pintor. <Joan Miró 1893‑1983>. Barcelona. FJM (1993): 64-65.
[32] Mar­chán Fiz, S. Las vanguardias históricas y sus sombras (1917-1930). 1995: 466.
[33] Beaumelle. <Joan Miró. La colección del CGP>. México. CCAC (1998): 100.
[34] Beaumelle, declaraciones a Octavi Martí. Miró: asesinato e infancia de la pintura. “El País” Babelia (28-II-2004) 16.
[35] Palermo. Tactile Traslucence: Miró, Leiris, Einstein. “October”, nº 97 (verano 2001) 31-50. Trad. Translucidez táctil: Miró, Leiris, Einstein. 2002: 75.
[36] Palermo. Tactile Traslucence: Miró, Leiris, Einstein. “October”, nº 97 (verano 2001) 31-50. Trad. Translucidez táctil: Miró, Leiris, Einstein. 2002: 75.
[37] Dupin. Miró. 1993: 128.
[38] Dupin. Miró. 1993: 120.
[39] Sweeney, conversación con Rowell. cit. Krauss; Rowell. <Joan Miró: Magnetic Fields>. 1973: 41. cit. Rowell. Joan Miró: Campo-Stella. 1993: 21.
[40] Dupin. Miró. 1993: 125-126.
[41] Batchelor, en: Fer; Batchelor; Wood. Realism, Rationalism, Surrealism. Art between the Wars. 1993: 56-57.
[42] Dupin. Miró. 1993: 128.
[43] Dupin. Miró. 1993: 121.
[44] Ashton, D. Stripping Down the Cosmos, en A Reading of Modern Art. 1971. Reprod. en Kaplan; Manso. Major European Art Movements 1900-1945. 1977.
[45] Gassner, H. Miró, der magische GärtnerDuMont. Colonia. 1994: 52. cit. Cirlot, L. ‘El Carnaval de Arlequín’, punto de partida del estilo de Joan Miró. “Materia. Revista d’Art”, nº 1 (2001): 243. Sobre el místico Böhme véanse Harriett Watts. Arp, Kandinsky, and the Legacy of Jakob Böhme. *<The Spiritual in Art: Abstract Painting 1895-1985>. Los Angeles. Los Angeles County Museum of Art (23 noviembre 1986-8 marzo 1987): 239-256, y un resumen biográfico-teórico de Robert Galbreath en p. 371. / Reguera, Isidoro. Jacob Böhme. Siruela. Madrid. 2003. 237 pp. Reseña de Chantal Maillard. “El País”, Babelia, 636 (31-I-2004) 19.
[46] Gassner, H. Miró, der magische Gärtner1994: 53. cit. Cirlot, L. ‘El Carnaval de Arlequín’, punto de partida del estilo de Joan Miró. “Materia. Revista d’Art”, nº 1 (2001): 244.
[47] Gassner, H. Miró, der magische Gärtner. 1994: 63. cit. Cirlot, L. ‘El Carnaval de Arlequín’, punto de partida del estilo de Joan Miró. “Materia. Revista d’Art”, nº 1 (2001): 245.
[48] Dupin. Miró. 1993: 127-128.
[49] Dupin. Miró. 1993: 121.
[50] Hahn. Interview Joan Miró. “Art Press” 12 (junio-agosto 1974): 5.
[51] “Vev­re I” 4 (enero-marzo 1939) 85. cit. Par­cerisas, Pilar. Comenta­ri d’una obra surrealis­ta de Miró. Cap i aran­ya sobre fons blau, “Regió7”, Manresa (junio-julio 1993) 8.
[52] Dupin. Miró. 1993: 121.
[53] Rowell. Joan Miró: Campo-Stella. 1993: 25-27.
[54] Beaumelle. Zigzag Miró: la invención del fondo (52-61). <Joan Miró. La colección del CGP>. México. CCAC (1998): 57.
[55] Dupin. Miró. 1993: 121.
[56] Dupin. Miró. 1993: 125.
[57] Dupin. Miró. 1993: 126.
[58] Dupin. Miró. 1993: 126-127.

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