Joan Miró. La serie “Paisajes y figuras” (1926-1927).
Miró, por la misma época que trabaja en París en “pinturas oníricas”, durante los veranos en Mont-roig, realiza una compleja serie de Paisajes y figuras, también llamada de Paisajes imaginarios, de Paisajes animados o de Paisajes oníricos.
La primera tanda la ejecuta en los meses de julio a diciembre de 1926, con siete telas de gran formato; la segunda en junio 1927 a mediados de febrero de 1928, con seis obras. Estas pinturas tienen un indudable elemento onírico, pero añaden una cuidada figuración, una mayor precisión del dibujo, un brillo de los colores, una división del espacio por una línea de horizonte (una influencia romántica de Urgell, como en Paisaje con gallo, Paisaje de la langosta) y la abierta confesión de amor por la naturaleza. Hay una probable relación con el poemario Bestiario de Apollinaire, que entre sus animales registra el caballo en Paisaje junto al mar, la serpiente en Paisaje (Paisaje de la serpiente), la liebre en (Paisaje (La liebre), el conejo en Paisaje (A la vera del río Amur) y Paisaje (Paisaje con conejo y flor), la oruga en Paisaje animado, la langosta en La langosta. Esto es, representa dos de las siete pinturas de 1926 y las siete de 1927, lo que podría significar que leyó el poemario bien entrado el verano de 1926, cuando ya había realizado buena parte de la serie.
Las obras consideradas son: Personaje tirando una piedra a un pájaro, Mujer persiguiendo un pájaro delante del mar, Perro ladrando a la luna, Paisaje, Paisaje junto al mar, Paisaje de la langosta (1926), Paisaje animado, Paisaje con conejo y flor, Paisaje (A la vera del río Amur), Paisaje de la serpiente, Paisaje de la liebre, Paisaje con gallo (1927).
La doble serie de 1926-1927 la completa un grupo de tres obras figurativas humanas: Desnudo (1926), Mano atrapando un pájaro (1926) y Cabeza (1927).
Considero que la principal fuente de inspiración de los motivos del grupo son las tragedias de Esquilo, en particular Prometeo encadenado, siendo los paisajes desolados un trasunto de la yerma Caucasia; la escalera, los montes y los volcanes de las pinturas sería una traslación de las montañas del Cáucaso; los animales como el caballo, las aves de formas extrañas, el gallo, el perro… serían deformaciones del grifo sobre el que cabalga Océano o de otros animales fabulosos de la mitología; la enorme rueda sería una referencia al mismo carro de Océano; incluso el personaje de un solo ojo y un pie que lanza una piedra al pájaro sería un cíclope (sin que se pueda discernir con seguridad si la fuente sería El cíclope de Esquilo o el de Eurípides), miembro de la raza de gigantes encerrados por los dioses en el negro Tártaro, lo que explica el color negro de varios fondos terráqueos en este grupo de pinturas.
Además, sin duda, hay otros motivos poéticos o pictóricos en varias de las pinturas del grupo, que son tratados por separado en cada caso.
Sobre su común motivación, Miró declara que con estas obras “la naturaleza irrumpe en lo fantástico”: ‹‹[Chevalier] ‑ Et après? Je crois que vous avez eu une période de transition, avec un retour à l’équilibre de l’imaginaire et du réel? [Miró] ‑ Exactement. C’est en Espagne que j’ai connu cette réaction, à Montroig. J’ai brossé alors une série de “paysages imaginaires” [1926-1927] dans lesquels la nature faisait irruption dans le fantastique. (...)››[1] Es una respuesta recurrente a cada bandazo estilístico, pues, como él siempre decía, había que poner los pies en el suelo: ‹‹El carácter catalán no es como el de Málaga o el de otras partes de España. Es mucho más propenso a tener los pies en el suelo. A los catalanes nos parece que uno siempre debe tener los pies bien plantados en el suelo si quiere ser capaz de dar un salto en el aire. Precisamente, volver a tocar tierra de vez en cuando es lo que me permite saltar lo más alto posible.››[2] Y al mismo tiempo refleja probablemente una época de crecimiento, esto es de crisis, del artista, que se corresponde con la poética romántica tanto como con la surrealista, pues como Triadó y Triadó Subirana (2007) comentan:
‹‹el paisaje surrealista no es menos deudor del romanticismo que el expresionista. La liberación surrealista del sueño y la recreación de una naturaleza emanada del inconsciente se hallan ya en artistas como Friedrich. En los paisajes surrealistas se impone una iconología desolada, en la que se refleja toda la impotencia de quien se siente rodeado por un universo sin sentido. Dentro del paisaje surrealista, el hombre se presenta desprovisto de sus atributos. Aparecen extrañas criaturas e inquietantes objetos, cuyo común denominador es la falta de vida, sugiriendo angustia y absurdo.››[3]
Jacques Dupin.
Dupin (1961, 1993) explica sobre este regreso al tema de la naturaleza:
‹‹Lo que hemos llamado pintura onírica absorbió a Miró durante el año 1925 y los inviernos parisienses de 1926 y 1927. En Mont‑roig, durante los veranos de 1926 y 1927, el pintor reacciona contra esa manera displicente, ese arte efusivo, por la vuelta y el recurso al paisaje. Su obra sigue obedeciendo a un movimiento de alternancia en profundo acorde con el ritmo de la tierra y las estaciones. Al volver a Mont‑roig después de París, podrá poner a prueba frente a la realidad exterior cuanto acaba de extraer del mundo interior. No se trata aquí de una vuelta al motivo y de su descripción, sino de una llamada de todos los sentidos a la tierra firme, al “absoluto de la naturaleza” que pueda dar consistencia, peso y color a las creaciones del lirismo puro. Tiene que tomar de nuevo contacto con el suelo tras el viaje, o el vuelo, o la caída libre en el espacio sin dimensiones y sin límites del premundo.››[4]
Es una vuelta necesaria para no dejarse arrastrar por la subjetividad y en ella Miró retoma la espiritual línea del horizonte y el vibrante colorido de épocas anteriores:
‹‹Viaje y experiencia han llegado muy lejos, hasta lo desconocido, Miró no podía detenerse ahí, la aventura se habría convertido en una comodidad. Había que abrir un nuevo yacimiento. Encontrar otra relación con la pintura. Romper la efusión de la subjetividad interponiendo entre ésta y el acto de pintar la realidad de la naturaleza bañada en la transparencia del día. La claridad sucede a la noche, el sueño desciende a la tierra y se encarna. En tierra, a la luz del día, la agilidad superior otorgada por los sueños se ve comprometida. Los desplazamientos y los movimientos se ven contrariados por todas las fuerzas exteriores, la opacidad de las cosas, la gravedad, el brillo del color... Primera consecuencia, el cuadro es pintado lentamente, ya no se escapa milagrosamente de la mano, sino que es elaborado sin precipitación y hace su camino todo el tiempo que sea necesario. Miró sólo pintará siete telas en el transcurso de cada uno de los veranos citados. Desaparecen los fondos turbios, tumultuosos, extrañamente sugestivos de los cuadros de los sueños. En su lugar encontramos la división infinitamente sensible del cielo y de la tierra por la insistente línea del horizonte que había llamado ya la atención del joven Miró en las obras de su primer maestro, Modest Urgell. Esa línea del horizonte es el signo, más mágico que simbólico, de la presencia en el mundo, del arbitraje del mundo exterior entre la subjetividad y su expresión. Divide pero sobre todo une, mantiene juntos cielo y tierra, lo real y lo imaginario. Es, de todos modos, ideal, visible sin haber sido trazada, pues sólo la hace aparecer la delimitación de las zonas de colores contrastados del cielo y la tierra. Ahí reside, en efecto, una de las características esenciales de la nueva etapa: el color vuelve con una fuerza y un esplendor que no había conocido antes. Se afirma en aplastos luminosos que la fineza de los detalles en tonos puros viene a acentuar y puntuar. Llama una vez más la atención el contraste con las pinturas oníricas. Las tierras, los ocres y los azules revueltos, fundidos y lavados dejan paso al ultramar luminoso, a los amarillos y anaranjados potentes, a los carmines y a los verdes intensos, extendidos en vastos campos saturados. Las formas obedecen a la misma voluntad de afirmación, son más densas y están mejor delimitadas. La maravillosa línea de Miró se estiliza con alegría, hace surgir en sus bucles seres y animales fantásticos, vibra sin vacilaciones en la transparencia del aire. Reina en estos paisajes una apacible dulzura, una especie de bravía salud; la presencia del misterio ya no resulta manifiesta, sino que está diluida en el aire, sugerida en el arabesco, disimulada bajo la delicadeza del humor. No obstante, las formas más significantes y más enigmáticas siguen siendo blancas, rechazan el color, mantienen la indecisa blancura de los sueños, como si fueran las últimas en desprenderse de la noche.››[5]
Krauss; Rowell (1972) explican la composición de esta serie en cuadrantes, con antecedentes ya en La tierra labrada, la serie Cabeza de campesino catalán y otras obras de 1922-1925.[6]
Krauss (1972), por su parte, explica la serie (con un error en la datación) incidiendo en su estructura y colorido: ‹‹In a series of twelve landscapes produced in the summer of 1927 [sic], Miró explored the potential of a more intensely chromatic use of the ground to carry the picture’s structure. Miró has been quoted as saying of Matisse that he “taught us all that autonomous color, with or without modeling, could carry structure through contrasts and subtle juxtapositions”.[7]››[8]
Malet (1983) —que cuantifica en 14 telas cada uno de los dos veranos su producción de paisajes imaginarios— resume a Dupin al tratar esta vuelta al tema del paisaje, destacando que suponen un corte e medio del desarrollo de las pinturas oníricas, ya que vuelve al mundo natural de Mont-roig y a la línea del horizonte que separa el mundo terrenal y celeste. Destaca que una rica paleta de colores sustituye a los fondos monocromos y románticos de los años 1926-1927:
‹‹Durante los veranos de 1926 y 1927, pasados en Mont‑roig, Miró abandona la pintura del sueño para volver al paisaje. Con los pies fijos en la tierra que le regala el impulso creador, pinta Personaje tirando una piedra a un pájaro (1926), donde el protagonista, con un pie único de enormes dimensiones, aparece estrechamente vinculado a la tierra; el Paisaje, llamado de la langosta (1926), donde encontramos una vez más el mundo de los pequeños animales salvajes; Perro ladrando a la luna (1926), donde aparece una escalera como anticipo de la escalera de la evasión que tan a menudo encontramos en las Constelaciones que Miró pintará en 1940 y 1941; el Paisaje de la serpiente, en el cual el reptil parece dar vida a un paraje desértico hecho de ocres y marrones.
En el transcurso de cada verano, Miró pinta catorce telas. Ahora, lo mismo que en París, su trabajo es lento y minucioso, pero él necesita reencontrar la tierra y dejar durante algún tiempo la pintura subjetiva que practica en invierno. Desaparecen los fondos sugestivos de las pinturas del sueño, sustituidos por composiciones en las que la línea del horizonte —recuerdo del maestro Urgell— delimita cielo y tierra. Es una línea real y, al mismo tiempo, ideal, trazada por contraste entre los colores de la tierra y el cielo. Es la línea que separa el mundo real del mundo de las cosas etéreas, representado por el cielo. El color surge en estas telas con una fuerza hasta ahora desconocida en la obra de Miró.››[9]
Weelen (1984) analiza estos paisajes de verano con las mismas premisas de Dupin (la línea del horizonte, el colorido), aunque incorpora una arrebatada visión poética:
‹‹Imprégnation, influence du sol, de la lumière, de la chaleur même, durant ces mois d’été 1928‑1927, Miró s’engage dans une suite de paysages où la saveur du fantastique le dispute à l’arôme du grotesque. Beaucoup sont coupés en deux par une ligne droite ou ondulée, divisant le tableau en deux zones, l’une claire, l’autre foncée. En général, la partie claire est située en haut, ce qui nous ferait croire qu’elle représente le ciel mais il arrive comme dans Personnage lançant une pierre à un oiseau ou Chien aboyant à la lune que la disposition contraire soit adoptée. De préférence, la couleur, est lisse, opaque, appliquée soigneusement afin d’éviter les accidents de matière, les effets de la main. En un mot: bien peint comme on dit dans les ateliers. Les mêmes formats se répètent. Le rapport entre la grandeur de la toile et la forme, chez Miró, est l’expression d’une décision rapide très souvent respectée. La plupart de ses tableaux sont précédés de notes sténographiques, électriques où la main se fait sans aucune coquetterie l’obéissante servante de l’esprit en action. Elle ne devance pas, ne lambine pas, elle va au juste pas. La lumière est ardente, abrupte, sèche, elle ne provoque pas une modulation de la couleur, pas d’ombre portée, pas trace de la moindre pénombre. Les formes aux contours précis paraissent être découpées au ciseau dans un carton de couleur. En général peu nombreuses, elles sont largement isolées les unes des autres, lointaines, esseulées dans un espace qui donne l’impression d’être démesuré, écrasant. Elles s’y agitent, se contorsionnent, font une brusque apparition, comme un diable à ressorts jaillit de sa boîte et semblent attendre une main catégorique qui les y fera revenir sans délai. Habillées de violentes couleurs, elles ponctuent la surface et sont associées en triangles irréguliers souvent extravagants. Toutes ces caractéristiques réunies font que ces paysages bizarrement sont campagnes intérieures, actions délirantes, se déroulant dans une boîte, dont les montants seraient les bords de la toile. Pourtant, il s’agit bien de choses simples, rencontrées au cours de promenades. Pour le tableau, Paysage dit la Sauterelle, Miró confie à Gaëtan Picon: “Oui, mon idée de départ c’est réellement la sauterelle... Le tableau ajoute le soleil, sur lequel se profilent les formes renversées des montagnes et l’échelle de l’évasion, ici du saut. Oui, c’est une sauterelle! J’étais dans la campagne de Montroig, je voyais des grillons, toutes sortes d’insectes,...” (Carnets catalans, pages 78 et 79). Mystérieuse imagination qui, mise en roue libre, savamment déréglée se dégageant des habituelles associations, aciérées par l’usage, parvient à prospecter les contrées nouvelles et vierges de son fabuleux domaine. Alors qu’André Breton croyait: “à la résolution future de ces deux états en apparence si contradictoires, que sont le rêve et la réalité, en une sorte de réalité absolue, de surréalité si l’on peut ainsi dire”, la phrase suivante donne l’idée de son engagement: c’est “a sa conquête que je vais, certain de ne pas y parvenir mais trop insoucieux de ma mort pour ne pas supputer un peu les joies d’une telle possession (1r Manifeste).
Les difficultés qui devaient naitre avec Breton, gardien du feu sacré et les surréalistes de stricte obédience, à propos de ses paysages, à mon sens, est là. Si la réalité importe toujours à Miró, il n’avait que faire du rêve. Il débarrasse l’imagination de ses amarres, de ses entraves, il ne peint pas ses rêves. Il laisse aux autres, à Dali par exemple, le soin de les mettre en couleurs. Miró est un visuel; en sa qualité de peintre, il mesure son ouvrage à l’aune déterminée par son oeil. La confusion se joue entre ces deux thèmes: imagination libérée et rêves cristallisés. Fort heureusement, protégé par sa ténacité, par sa volonté à ne pas communiquer. Miró n’est pas tombé dans le piège des explications et a continué sa marche silencieuse et angoissée. “Je suis d’un naturel tragique et taciturne. La vie me paraît absurde. Ce n’est pas 1e raisonnement qui me le montre ainsi; je la sens comme ça, je suis pessimiste” a‑t‑il déclaré à Yvon Taillandier (Je travaille comme un jardinier).
La création est ainsi faite, elle procède le plus souvent en désordre. Les thèmes se superposent puis sont oubliés, pour ensuite revenir et s’imposer à l’attention de l’artiste. Rares sont les peintres, Picasso, Klee, Fernand Léger peut‑être, qui s’engagent dans une suite où les oeuvres s’enchaînent et doivent être lues sans omissions les unes après les autres dans la continuité pour découvrir et tenir le fil conducteur, voir comment les problèmes picturaux sont abordés, résolus et un jour abandonnés.››[10]
Margit Rowell.
Rowell (1993) aporta dos repuestas al problema del retorno a esta pintura naturalista de paisajes, primero como una respuesta cíclica a una pulsión de cambio y, segundo, como una plausible aceptación de las críticas de sus amigos surrealistas, que preferían sus obras inmediatamente anteriores a las “pinturas oníricas”:
‹‹A partir de 1926, algunos cuadros de Miró se vuelven más formalistas: el color es más vivo y menos transparente, el espacio está distribuido como en un paisaje o en un interior convencionales y los contornos de los motivos están rigurosamente delineados. Como el propio Miró afirmará, hablando de estos cuadros: “(...) la naturaleza irrumpe en lo fantástico”[11]. Esta pintura, que alterna con su otro estilo, más suelto y poético, y que recuerda el carácter plano y el bestiario fabuloso de La tierra labrada, se prolonga a lo largo de los años veinte, al principio inspirada por sus estancias en Montroig, y más adelante, por un viaje a Holanda y por la pintura holandesa antigua.
Para explicar este retorno intermitente a una pintura más clásica podrían utilizarse varias hipótesis. El periodo de 1924‑25 le habría servido, gracias a las técnicas liberadoras de la poesía, para romper, tanto con el realismo como con el cubismo. Pero, una vez dado el paso, Miró habría querido adaptar estas lecciones a una pintura más tradicional, a una pintura‑pintura, y así llevar a cabo una vuelta a la naturaleza como fuente de inspiración.
Por otra parte, sabemos que las pinturas de 1925 no habían hallado en los medios surrealistas el eco deseado por Miró. Su primera exposición personal en la Galerie Pierre había constituido un éxito escandaloso, pero también un grave fracaso comercial. Cuando André Breton organiza la exposición de *<La Peinture surréaliste> en la Galerie Pierre, en noviembre de 1925, selecciona el Carnaval de Arlequín; y cuando la “Little Review” de Nueva York, en 1926, publica un artículo sobre Miró escrito por Leiris, utiliza como ilustración La tierra labrada y Paisaje catalán (el cazador), ambos pintados en 1923‑24. ¿Hicieron estos hechos dudar a Miró sobre qué camino seguir, o, sencillamente, le empujaron a poner los pies en el suelo?››[12]
Victoria Combalía.
Combalía (2002) resume su alta valoración de esta serie de paisajes imaginarios:
‹‹Quizás sean los paisajes imaginarios, junto a las Constelaciones, las obras más bellas de toda la producción mironiana. En estos paisajes, pintados casi todos ellos en Montroig, Miró llega a una síntesis excepcional. Se trata de una serie en la que pequeños personajes ante el mar se enfrentan al vacío y a una línea de horizonte. Su extremada metamorfosis en figuras siempre biomórficas, su elipsis de partes del cuerpo y sus colores vivos los convierten en seres fantásticos, surgidos de un sueño o de una mente infantil. El perro ladrando a la luna constituye una metáfora a la vez del anhelo de infinito —la escalera que conduce al cielo, la negrura de la noche— y del desconcierto ante lo desconocido, ante el más allá. Los sentidos como el del tacto se han hipertrofiado, como sucede en el enorme pie del Personaje lanzando una piedra a un pájaro o en la gran mano de Mano atrapando un pájaro. Los colores son extraordinarios, a veces completamente en tinta plana y alternando el ultramar con toda la gama de tierras, naranjas, marrones y rojos. Y una vez más, el mundo animal es capaz de antropomorfizarse, adquiriendo rasgos, actitudes y sentimientos humanos.››[13]
Maldonado (2004) apunta las características de esta serie:
‹‹Le monde animal constitue pour Miró une importante source d’inspiration et après une phase plus abstraite il revient en 1926-1927 à des paysages imaginaires qualifiés de “peinture-poésie”. Coq, chien et sauterelle évoluent dans un espace nettement divisé en deux parties, la terre et le ciel, entre lesquels ils se situent. Leur apparence subit des transformations plus ou moins radicales, depuis la simplification humoristique du coq et la robe multicolore du chien jusqu’à l’aplat blanc aux contours ondoyants qui métamorphose la sauterelle en une forme plastique proche de celles inventées par Jean Arp: alors si c’est bien une sauterelle, et Miró le soutient, qui est à l’origine de l’image, libre au spectateur de l’interpréter comme il l’entend. Ainsi Pierre Loeb a-t-il rapporté le refus amusé de Miró d’expliquer ses toiles: “Oui, oui. C’est libre à vous. Ce peut être un chien, une femme, je ne sais pas quoi. Ça ne m’intéresse pas du tout. Au moment où je travaille, bien sûr, c’est une femme ou un oiseau dans ma tête. Très concrètement, une femme ou un oiseau. Après, c’est libre à vous.” Le sens des oeuvres est donc laissé délibérément ouvert à l’imagination su spectateur qui s’y meut avec toute la liberté revendiquée par le peintre pour lui-même. Au-delà de leur caractère ludique, l’échelle, motif présent dans les trois toiles, en signe toute la portée symbolique; elle est pour Gaëtan Picon, “l’outil du va-et-vient qui nous définit, puisque nous appartenons à la fois au sol et au ciel”, le symbole de la condition humaine à la fois matérielle et spirituelle; elle incarne le pouvoir illimité de la peinture de réconcilier les contraires, de réunir deux mondes sans abolir l’un d’entre eux, de faire accéder à une réalité supérieure sans renoncer pour autant à la réalité la plus familière.››[14]
Malet (2004) comenta que la poesía subyace bajo la aparente inspiración paisajística: ‹‹les paysages des étés 1926 et 1927, qui paraissent inspirés de l’environement rural de Montroig, sont susceptibles de receler des images poétiques, (...)››[15]
Nadia Siméon (2004), en cambio, resalta la inspiración en el paisaje natural: ‹‹dans cette atmosphère toute différente et campagnarde [en Mont-roig], Miró laisse tout naturellement réapparaître la nature et l’influence du monde extérieur dans son travail, en alternance avec le monde intérieur des peintres d’hiver. Il s’agit là pour Miró de trouver un nouveau rapport avec la peinture.››[16]
NOTAS.
[1] Chevalier, Denys. Entrevista a Miró. “Aujourd’hui: Art et architecture”, París (XI-1962). Reprod. Rowell, 1995: 282-292.
[2] Miró. Entrevista por Sweeney. “Partisan Review” (II-1948) 211. cit. Rowell. Joan Miró: Campo-Stella. 1993: 29.
[3] Triadó, Joan-Ramon; Triadó Subirana, Xavier. El paisaje. De Giotto a Antonio López. 2007: 142.
[4] Dupin. Miró. 1993: 131.
[5] Dupin. Miró. 1993: 131.
[6] Krauss; Rowell. <Joan Miró: Magnetic Fields>. Nueva York. Guggenheim Museum (1972-1973): 110.
[7] Soby. <Miró>. Nueva York. MoMA (1959): 28.
[8] Krauss. Magnetic Fields: the structure. <Joan Miró: Magnetic Fields>. Nueva York. Guggenheim Museum (1972-1973): 34.
[9] Malet. Joan Miró. 1983: 12.
[10] Weelen. Joan Miró. 1984: 78-79.
[11] Chevalier. Entrevista a Miró. “Aujourd’hui: Art et Architecture”, París (XI-1962): 264‑265. Rowell. Joan Miró: Campo-Stella. 1993: 29.
[12] Rowell. Joan Miró: Campo-Stella. 1993: 27-29.
[13] Combalía. Miró surrealista. Rebelde en Barcelona, callado en París, en Solana, G; et al. El Surrealismo y sus imágenes. 2002: 123.
[14] Maldonado, Guitemie. Le monde de Miró, en en AA.VV. Miró 1917-1934. “Connaissance des Arts”, hors-série. 2004: 48.
[15] Malet. Les débuts de Miró. Des peintures détaillistes à l’installation à Paris, en AA.VV. Miró. Exposition au Centre Pompidou. “Dossier de l’Art”, hors-série. 2004: 25.
[16] Siméon, Nadia. Au-delà du réel et du fantastique. Peintures de rêve et paysages imaginaires, en AA.VV. Miró. Exposition au Centre Pompidou. “Dossier de l’Art”, hors-série. 2004: 44..
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