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martes, marzo 01, 2011

Un resumen de la evolución de Joan Miró


Este texto facilita una visión general del artista, y es una versión para blog, sin notas, de un capítulo de mi tesis doctoral Joan Miró, el compromiso de un artista (1968-1983).
UN RESUMEN DE LA EVOLUCIÓN DE JOAN MIRÓ.
EL PERIODO 1893-1919.
E­l periodo 1893-1919 transcurre en Cataluña y se divide en tres etapas, 1893-1907, 1907-1915 y 1915-1919, con dos hitos de ruptura: el primero, el inicio de su educación artística académica en 1907; el segundo el fin de ésta en 1915 coincidiendo con el inicio de su dedicación profesional al arte.

La formación: 1893-1915.
Miró nació el 20 de abril de 1893 en Barcelona en el seno de una familia de tradición artesana, una típica representante de la clase media catalana, originada en la pequeña burguesía agraria catala­na enriquecida desde 1875 en la llamada Segunda Revolución Industrial y convertida en propietarios rentistas gracias a que muchos de sus miembros habían establecido negocios en Barcelo­na y habían prosperado, pero sin perder sus raíces campesinas. La formación ideológica de Miró se corresponde con la ideología de esta clase media catalana, una conflictiva mezcla de ideas: entre el catalanismo y el españolismo, entre la República y la Monarquía, entre el laicismo y el catolicis­mo, entre el progre­sismo y el conservadurismo. Es el reflejo de una sociedad y una economía que viven un tiempo de profundos vai­venes históri­cos y socia­les, de gran prosperidad, aunque marcada por varias crisis, como las de 1898, 1909 y 1917; una situación política en la que las fuerzas políticas catalanas se decantan y disgregan al socaire de las grandes líneas ideológicas del nacionalismo catalán, la conservadora y la progresista; la abrumadora presión ideológica del cato­li­cismo catalán, predominantemente conservador; y el triunfo de los valores culturales de la Re­nai­xen­ça catalana.
Como fruto de esa clase social, Miró vivió sus contra­dic­ciones, y su ideología sufrió dudas y crisis, y aunque el catalanismo, tanto ideológico como temático, estará siempre presente en su obra, hay, empero, la influencia moderadora que emana de las culturas castellana y francesa, especialmente en los campos de la poesía y el arte. En lo religioso el Miró juvenil era un cató­lico fervoroso, por in­fluencia de su educación, su familia y la mayoría de sus compañeros.
En los años 1900-1907 pasa una etapa de formación general relativamente pobre. Ya tiene conciencia de su vocación de artista, pero ­su fami­lia­ no apoya sus deseos y le obliga a realizar estu­dios (1907-1910) de contable de Comercio, aunque también ini­cia su formación artística en la Escuela de Bellas Artes de la Lonja de Barce­lona (1907-1910), donde es discípulo del romántico Urgell y del modernista Pascó. Trabaja insatisfactoria y brevemente como adminis­trativo­ (finales de 1910 a inicios de 1911) en un almacén de droguería de Bar­ce­lona. En 1911 se juntan su vocación de artista, su fracaso laboral, una mejora de la situación del mercado del arte, una enfermedad y la convale­cencia (en Mont-roig), para convencer a su familia de que debe dedicarse exclusivamente al arte.
Miró se concentrará en mejorar su formación artística y sus primeros intentos artísticos de calidad. En 1912-1915 estudia con provecho en la Academia Galí, donde Fran­cesc Galí es un verdadero apóstol del noucentisme, cuyo espíritu absorbe, aunque Miró se decanta formalmente por el cezannismo y el fauvismo.
Fre­cuenta asimismo en 1913-1918 la acade­mia del Cer­cle Artís­tic de Sant Lluc, una institución catalanista y católica, inspi­rada por Josep To­rràs­, obispo de Vic, en la que par­tici­paban los artistas cató­licos más afama­dos, como los herma­nos Lli­mona, Baixeras, Hoyos, Gaudí, etc. La institución aceptaba una estética ecléctica (modernismo simbolista, noucentisme). En ella comienza su amistad con Ricart, Ràfols, Prats, Artigas, Gasch y conoce a Gaudí.
De este modo, r­ecibe en esta etapa de formación de su ju­ven­tud unas influencias variadas, que marcan un rasgo permanente, su eclecticismo estilístico: nou­centisme (Campesino­, 1914), las primeras vanguardias venidas de Europa como el fau­vis­mo con sus brillan­tes colores (Playa de Cam­brils, 1915), el expresio­nis­mo (el color, el trazo libre) y el cu­bis­mo (con sus formas fragmentadas), junto a la miniatu­ra persa y las for­mas bidi­mensio­nales de los fres­cos románicos catalanes.
En suma, la formación de Miró, como en casi todos los artistas desde el Renacimiento, bebe en las fuentes de una formación académica (con Urgell y Pascó en la Llonja), un maestro particular (Galí) y, sobre todo, una intensa preparación autodidacta a base de contemplar obras en exposiciones y reproducciones en revistas, y leer libros y revistas.

El artista: 1915-1919.
Tras una fase de modernidad en la que predomina la obra fauvista (1915-1917), en 1917 se orienta por el camino de las vanguardias europeas, a consecuencia de su contacto con el mar­chante Jo­sep Dalmau, la exposición en Barcelona del arte francés que organizó Vollard, las lecturas de poesía francesa y revistas de arte de vanguar­dia. Sus obras de esta fase, Nord-Sud, Siurana, Prades, son una sínte­sis espon­tánea y libre en­tre la descompo­sición cubista de la forma y la libertad fauvista en el color. Muestra ya su tempra­no dominio del color, aunque su dibujo es todavía tosco. Su proyecto personal es ahora el de un joven burgués, que intenta conseguir una difícil autonomía personal, mermada por su falta de independencia económica respecto a su familia; de ideología conservadora y católica, de moralidad casi integrista; que guarda escasas simpatías por la causa revolucionaria obrera, pero que manifiesta ya ciertas vetas progresistas, como lo demuestra que sea francófilo durante la I Guerra Mundial y algunas amistades anarquizantes hacia 1917.
En 1918 celebra su primera exposi­ción indivi­dual, con un completo fraca­so de ventas, en las gale­rías Dalmau, cuyo catálogo pre­senta (un ca­lígra­ma) Josep M. Ju­noy. Poco después, partici­pa en la ­breve Agru­pa­ción Courbet (1918-1919), que encuadra a jóvenes artistas católicos y conservadores: Llorens Artigas y los miembros del gru­po de Vilanova (Ricart, Ràfols, Sala...) y Torres García, con los que celebrará tres exposiciones colectivas.
Todo esto le hace replantearse su estilo, en una fase muy ecléctica, en 1918-1919, de diálogo/reacción con la vanguardia (paralelo al “retorno al orden” que se da en el arte europeo), plasmado en un realismo detallista volcado hacia la tradición catalana, con un mayor peso de la influencia de estilos prevanguardistas (románico, gótico, primitivo), así como una visión cada vez más personal y mediterránea de la naturaleza, que se manifiesta en obras como Molinillo de café, Retrato de ni­ña, El huerto del asno, Calle de Prades, de una pintura minuciosa, caligráfica y miniaturista, figurativista, plana, con influen­cias cu­bistas y futuristas, a veces de un ex­pre­sionismo arreba­ta­do, con una ten­dencia por la que el análisis de los conjuntos visuales lle­va a la concreción de cada objeto como un ente separado, aisla­do, puri­ficado, hecho más típico e intenso, como un signo. Va mejorando su dominio del dibujo. Los temas son coti­dia­nos, paisajísticos, fami­liares, de un cierto gusto naif, como en Autorretrato (1919).
Su proyecto vital es triunfar como artista en Barcelona, pero fracasa en el empeño. Su obra de estos años, aunque muy moderna en varios aspectos (fauvismo, Cézanne, cubismo, futurismo), se desliza todavía por carriles conservadores, propios del gusto noucentista, ya que su ideal es fundir el arte mediterráneo (el paisaje clasicista) con el vanguardismo de su admirado París. La causa parece ser que Miró quiere triunfar en el mercado barcelonés, con un arte atento a los gustos noucentistas de éste. Pero su moderación será insuficiente, porque si es un estilo perceptiblemente catalán en sus raíces es en cambio demasiado moderno en sus aspiraciones, lo que le llevará a quedar aislado por la crítica y el público. Ante el fracaso, en lugar de rendirse se radicalizará. Sólo la salida al extranjero es una puerta abierta a la esperanza. Cuando marche a París en 1920 Miró es un joven artista de 27 años recién cumplidos, dominador de una técnica asentada aunque mejorable, inquieto y abierto ante toda innovación. Los años de formación en Barcelona, pese a todas las desilusiones, han sido un excelente pedestal para impulsarse para la revolución que significará París. Como dirá siempre, las dificultades le han endurecido.

EL PERIODO 1920-1939.
E­l periodo 1920-1939 comienza con el primer viaje de Miró a París y se divide en dos etapas, 1920-1929 y 1930-1939, separadas por el hito de su matrimonio, coincidiendo con el inicio de la crisis de los años 30, que culmina en la última fase de la guerra civil (1936-1939), de crucial importancia para Miró por su intensidad vivencial y artística. Si en 1920-1922 Miró continúa y desarrolla las potencialidades del realismo detallista que ya seguía en 1918-1919, en cambio los años 1923-1929 son explosivos creativamente, de una sorprendente riqueza en ideas de nuevas formas y soluciones de construcción del espacio, con bruscas variaciones incluso en un mismo año (1925 y 1928 son especialmente significativos en este sentido), mientras que durante los años 30 hay comparativamente menos novedades estilísticas, compensadas porque se ejecutan buena parte de las ideas inconclusas del decenio anterior y porque el artista responde a los retos de la extrema simplificación de la antipintura, de la abstracción geométrica, de la experimentación con objetos y, finalmente, de los terribles sucesos del mundo exterior, con el resultado de la maduración a saltos de un estilo de madurez que se confirmará en los años 40 tras las Constelaciones.

El impacto parisino: hacia el surrealismo: 1920-1929.
En lo personal es una época de crecimiento y madurez en la independencia: su padre fallece (1926), se casa con Pilar Jun­cosa (1929) y nace su hija Dolors (1930); vive alternando largas estancias en París, Barcelona y Mont-roig y se convierte en un cosmopolita; en lo intelectual evoluciona hacia una cultura cada vez más francesa y menos catalana, pues percibe a Cataluña como un lugar provinciano; en lo profesional consigue el reconocimiento del público y de la crítica, e incluso un breve éxito comercial a fines de los años 20, antes de que llegue la crisis económica internacional de los años 30, durante la cual mantiene el reconocimiento crítico, pero apenas vende sus obras; en lo ideológico es un hombre lleno de contradicciones, pues sufre una profunda di­visión de áni­mo, lu­chando entre sus ideas conservadoras y ca­tólicas só­lida­men­te asentadas en su juventud y la fas­cinante influencia del mundo laico y ateo de la gran cul­tura en el que se desenvuelve casi toda su vida desde 1920. Junto a ese hombre conservador cuyas raíces pe­queño-bur­guesas le po­drían haber llevado fácilmente a ser un intelec­tual fran­quista (en el sentido en que se puede afirmar que lo fueran Josep Pla, Eu­geni d’Ors, J. V. Foix o Salva­dor Da­lí), nos encontramos igualmente a un demó­cra­ta sin­cero, que no renun­ciará a opo­ner­se, implícita o ex­plí­cita­mente, a las dictaduras y al fascismo. Es el suyo un pro­gre­sis­mo tanto so­cial como democrá­tico. En lo religioso, en los años 20, en París, su fervor men­gua, alejado de la familia y sumido en un ambiente ateo e irrespe­tuoso, pero tras la boda con Pilar Jun­cosa regresa sin pro­ble­mas al cumplimiento riguroso del culto cató­lico (nunca había abandonado sus creencias), aunque mantendrá siempre una gran to­lerancia religiosa respecto a los demás y será más bien crítico con el conservadurismo de la Iglesia en cuestiones so­ciales.
En marzo de 1920, tras largos preparativos, viaja a París, donde se sumerge en la vanguardia europea: con­tac­tó con el grupo Dada y conoció a Picasso, Ray­nal, Max Ja­cob, Reverdy, Tzara... Su objetivo es revolucionar el lenguaje del arte. Su apuesta será absoluta, el camino durísimo, el triunfo lejano... El viaje a París en marzo de 1920 no supondrá un inmediato corte estilístico sino temporal en su producción. Miró, tras descender en Barcelona al infierno del fracaso y carente de un refe­rente polí­tico catalán que fuese a la vez progresista en lo polí­tico y en lo cultu­ral, se decidi­rá en estos años por un arte abso­luto, he­cho en París. (París o muer­te!, es su lema. Pero tardará todavía un tiempo en evolucionar estilísticamente, en madurar su estilo en contacto con el dadaísmo, el cubismo y el purismo. Desde 1921 mar­cha cada invier­no a Pa­rís, en la que realiza ese año su se­gunda ex­po­si­ción indivi­dual (otro rotundo fracaso de ventas), or­gani­zada por el mar­chante Dalmau y pre­sen­tada por Mau­rice Raynal. Su combinación del análisis cubista con la encendida coloración fauvista produce en esa época obras complejas­, profundas derivaciones del estilo de la fase detallista iniciada en 1918, en un arabesco compac­to, como La mesa (1920), la Bailari­na es­pañola (1920), el sim­plificado Gran Desnudo (1921), La maso­vera (1922) y La espi­ga de trigo (1922), lo que desembocará en la obra maestra de La masía (1921-1922), cima y fin de esta fase.
En París, hacia 1920-1923, durante sus ya largas estancias (al­ternadas con sus veranos en Mont-roig) se rela­ciona­ con las vanguardias, en el activo grupo de la Rue Blomet, impulsado por Masson. Es a este influjo que se le deben la mayor parte de los cambios de su estética en esta época, pues no entra en el grupo surrealista de Bre­ton hasta principios de 1925. Es en el verano de 1923, en Mont-roig, cuando se opera la más trascendental trans­formación artística de la vida de Miró, cuya pintura asume la concepción que ya guardaría en lo esencial para siempre. Su pintura evolu­ciona hacia la crea­ción de un lenguaje propio, el llamado “oni­rismo esquemático”, con tintas planas y signos es­que­máticos y poéti­cos. Es un su­rrealismo abs­trac­to, opues­to al posterior surrea­lismo fi­gu­ra­tivo de Da­lí. Su estilo cambia de un modo trascendente: el énfasis pasa del realismo a la imaginación, de la representación del mundo exterior a la penetración en el mundo interior, de la inspiración en la naturaleza a la entrega a la poesía. El realismo detallista y el cubismo son superados por una progresiva sencillez, una depuración de los elementos secundarios. Las obras de 1923-1924 le conducen a una evasión de la naturaleza como modelo inmediato, para mostrar las ‹‹espurnes d’or de l’anima›› como Miró le declaró a Dupin. El artista se introspecciona y madura un lenguaje pictórico que abandona la figuración fantástica para entrar de lleno en la pintura del sueño. Las alucinaciones autoinducidas (más que el hambre) y el trabajo sin tregua le llevan a superar el límite entre lo ordinario y lo imaginario.
Miró se basa entonces en el método del auto­ma­tismo psí­quico (la anu­la­ción de la cons­cien­cia para que bro­te la in­cons­ciencia) y quiere un arte tan directo y puro como la poesía surrealista (1924 es el año del primer manifies­to surrealista). No contempla el pai­saje con ideas pre­concebidas (para encontrarlas en él), sino que deja que el paisa­je llegue al pin­tor y le trans­forme. Crea ahora un uni­verso pic­tórico nuevo, con sím­bo­los que repe­tirá siem­pre (es­trellas, palomas, sexos abier­tos), de formas y colo­res en movimiento, rezumando libertad y alegría. Miró arranca de la memo­ria, de la fantasía y de lo irracional para crear obras que son transposiciones visuales de la poesía surrealis­ta. Abundan los cua­dros-poe­ma, con una asociación lite­ra­ria a poe­tas surrealis­tas (la poe­sía será siempre una de sus grandes pasio­nes, destacando los franceses Jarry, Rimbaud, Baudelaire y Apollinaire, los poetas catalanes y los místicos castellanos). Sus obras maestras del periodo son Tierra labrada (1923), Paisaje catalán (1924), El carna­val de Arle­quín (1924-1925), El campesino ca­talán (1925), El cam­pesino cata­lán de la guita­rra (1925), y El perro que ladra a la luna (1926). Es­tas visio­nes oníri­cas a menudo comportan una vi­sión humorística o fan­tástica, conteniendo imágenes distorsionadas de animales jugando, formas orgánicas retorcidas o extrañas construcciones geométricas. Las composiciones de estas obras se organizan so­bre neutros fondos planos (denominados campos de color monocromo, precedente de los fondos de Rothko) y están pintadas con una gama limita­da de colores bri­llantes, especialmente azul, rojo, amarillo, verde y negro. En ellas se disponen sobre el lienzo, como de modo arbitrario, siluetas de amebas amorfas alternando con lí­neas bastante acen­tuadas, puntos, rizos o plumas. Poste­riormen­te, Miró producirá obras más etéreas en las que las formas y fi­guras orgánicas se reducen a puntos, líneas y explosiones de colorido abstractos.
El invierno de 1924-1925 Miró lo comienza en el grupo de la Rue Blomet y lo termina ya en el seno del grupo surrealista. Miró vuelve parcialmente a la complejidad ico­nográfica del invierno anterior, en obras como Pai­saje, Campesino catalán, Cabeza de campesino (un fondo azul plano, insectos...), hasta el extraordinario Carnaval de Arle­quín, un abarrocado festival surrealista y Retrato de la señora K. La exposición individual de Miró en 1925 en París, en la Ga­lería Pierre, apoyada por los surrealistas, constituye, por fin, un sonoro éxito y Miró ad­quiere una fama interna­cional. Más tarde será considerado como el mayor pintor surrea­lista, por encima de Dalí, André Masson o Max Ernst, basándose en una interpretación sesgada de unas palabras de Breton: ‹‹Miró es probablemente el más surrealista de nosotros››, cuando, en realidad, Breton criticaba que Miró estudiaba demasiado racionalmente la composición de sus obras. Es cierto que hizo en su vida miles de dibu­jos preparatorios ya que siempre vivió dos pulsio­nes: una pintura de impulso irracional e inmediato en la inspi­ración, y una ejecución muy elaborada y meditada, que podía durar muchos años. Es su conocida dicotomía entre un estilo “espontáneo” y otro “meditado”. Sus obras maestras de la etapa declaradamente surrealista que se abre en 1925 son El campesino ca­talán (1925) y la lí­rica El perro que ladra a la luna (1926). Inicia su ex­pe­riencia en el mundo del tea­tro con los decorados con Max Ernst de Romeo y Julieta (1926), para los Ballets Ru­sos, una colaboración que le ganó el re­chazo temporal del grupo surrealis­ta. En lo político la influencia surrealista le radicaliza un tanto; sin abandonar del todo su catalanismo conservador, empero se abre a un internacionalismo progresista, pero se abstendrá de un compromiso militante y en 1929 se distanciará definitivamente del grupo comunista de Breton, aunque mantendrá una buena relación personal.
Comienzan unos años de crisis recurrentes, en los que Miró defiende su concepto del “asesinato de la pin­tura” (­­desde 1927, al menos), una interro­gación so­bre el sentido de los ma­teriales, las fór­mulas y los fines del arte. Miró, nunca bastante satisfecho de lo que ha logrado, intentará siempre nuevos cami­nos artísticos. Se decanta­ generalmente por el juego ambiguo y la poesía, pero toda­vía sufrirá varias crisis que pene­tran en su obra, alternándose con sus periodos de opti­mismo. En 1926-1927 se produce un cambio en su obra, ha­cia una fantasía más inteligible, más accesible para el públi­co, lo que pasa necesariamente por signos más austeros y conec­tables con el imaginario popular, en obras excelentes como Desnudo (1926), Perro ladrando a la luna (1926) y Fratellini (1927). Pasa al grafismo de los temas de circo reducidos a leves esque­mas en 1927, para volver a la gozosa acumulación de obje­tos en la serie de tres Inte­riores ho­landeses (1928). De las numerosas exposiciones celebradas en París hay que destacar la de 1928, organizada por Pierre Loeb, su marchante durante muchos años, que le introducirá en los mercados interna­cionales: el MOMA le compra en 1929 dos cuadros y hace su primera exposición en Nueva York en la Ga­lería Va­len­ti­ne (1930).

Hacia el estilo expresionista “salvaje”: 1930-1939.
En lo personal es una época de felicidad familiar, aunque económicamente sufra penurias y en lo político padezca los conflictos de estos años. La crisis del mercado del arte le fuerza a reinstalarse en Barcelona (1933-1936) aunque sigue expo­niendo en las galerías parisinas Bernheim y Pierre, y en la neoyorquina de Pierre Matisse. Durante la gue­rra ci­vil española (1936-1939) vive en el exilio, entre París y Varengevi­lle (Normandía). Durante los años 30 se ha radicaliza notablemente en política y ahora llega a un compromiso bastante directo con la República española, especialmente en 1937, pero, desencantado, acabará por desvincularse hacia 1938, sin abjurar empero de su progresismo.
En lo artístico madura su estilo hacia un realismo vanguardista, que guarda una estrecha relación con el expresionismo, en cuyas obras emprende una búsqueda de las verdades espirituales bajo las apariencias de la naturaleza vegetal y animal; un surrealismo automático en el que crea un mundo onírico; un despojamiento de las obras del periodo del “asesinato de la pintura”. Comienza sus experiencias con la escultura en 1930-1931, con una estética surrealista del objeto. En 1931 expone en la Ga­lerie Pie­rre sus esculturas-obje­tos, Construcciones, antece­dentes de una actividad escultóri­ca que reprenderá sobre todo en los años 70 con gran fuerza. Estas escul­turas son importantes en la comprensión de su evolución porque refle­jan una profunda crisis del artis­ta, en la que cul­tiva el ex­pre­sio­nismo y nuevas téc­nicas (co­lla­ge, dibu­jo, es­cultu­ra) y materiales (objetos reales), que ensambla para sugerir ideas. En el mismo estilo, destacan los decorados y los fi­gu­rines teatrales de Jue­gos de Ni­ños (1932), para los Ballets Rusos de Mon­tecar­lo. En 1932 elabora una serie de pequeños cuadros en los que reaparece el tema femenino, y vuelve a la representación del espacio. Una Pintura sobre papel Ingres (1932) es el máximo compromiso posible de Miró con la abstracción geométrica que en aquel entonces impulsaba el grupo Abstraction - Création.
Sin perder algunos atributos de las fases anteriores, llega su fase más expresionista con las “pinturas salvajes”, a partir de 1934, que reflejan su profun­do rechazo a la crisis política y social, su desazón es­piritual, premonitoria de los te­rribles desastres de las gue­rras que pronto vendrán. Sobre sus obras de estos años Miró explica: ‹‹Comprendía que el realismo, un determinado tipo de realismo, constituye un excelente medio para vencer la desesperación››. Miró capta el espíritu desasose­gador de la Historia y lo plasma en obras de mate­riales duros e impactan­tes y en grandes pasteles de colores violen­tos, de figu­ras de for­mas retorcidas, que acrecientan obra tras obra su sensa­ción de claustrofobia, de claroscuro. Sus obras de 1937-1938 son de un angustiado compromiso, de un feroz realismo, de colo­res tensos y tenebrosos, que describen un mundo de violencia trágica poblado por­ seres defor­mes y hosti­les, que na­cen de la tierra en la que se asientan con pies enor­mes (un motivo que se repite en sus obras). Destacan la perdida El sega­dor, para el Pabe­llón de la República en la Exposición Uni­versal de París, el cartel de propaganda Aidez l’Es­pagne, y obras tan expresionistas como Bodegón­­ del zapato viejo y Cabeza de mujer II. Las mujeres, monstruosas figuras pilosas, se han relacionado con las mismas figuras que aparecen en la obra Sueño y mentira de Franco, de Picasso. Al final de la guerra, busca un arte menor temporal y dramático, que prefigura las Constelaciones, y experimenta con el grabado.

EL PERIODO 1940-1967.
E­l periodo 1940-1967 comienza con la vuelta de Miró a España y se divide en dos etapas, 1940-1956 y 1956-1967, separadas por el hito del cambio de domicilio, desde Barcelona a Mallorca, coincidiendo con el escenario del nuevo taller y una crisis creativa.

El exilio interno y el retorno al mundo; la madurez ideográfica: 1940-1956.
En lo personal es un periodo de feliz madurez: lo comienza con 47 años y lo termina ya con 63, habiendo decantado la mayoría de sus ideas: un catolicismo aperturista, un conservadurismo moderado en lo social, un liberalismo político, un catalanismo moderado e inquebrantable en los principios. Tras una breve temporada de sosiego al ini­cio de la II Guerra Mundial, en el verano de 1940 huye de la invasión alemana y, aunque identificado con la causa republicana, vuelve a España, donde lle­vará una vida retirada durante toda la dictadura franquista. Primero se refugia en Palma de Mallorca (1940-1942), para residir más tarde en Bar­celona, entre 1942 y 1956, salvo algunos viajes al extranjero y Mallorca.
A partir de los años 40 Miró crea un nuevo lenguaje: elimina las referencias espaciales y la figuración pasa a tener valor de ideograma. Esto se advierte primero en la serie de goua­ches Constelaciones (1940-1941), un evidente escape imagi­nativo de la gue­rra, na­cido en la paz de Va­rengeville y reanudado en Mallorca, en la que contemplamos un mi­crocosmos de nocturnos imposi­bles lleno de figu­ras indefini­bles, que co­rrespon­den a su mi­tología parti­cu­lar: luna, sol, estrellas, pie, mu­jer, elementos fálicos y fe­meni­nos.
Su fama crece. En 1941 realiza su primera gran retrospectiva en el MOMA de Nueva York, que le consagra allí. Pero en España son años de oscurantismo, de exilio inte­rior. Vuelve al mercado internacional, destacando en 1945 la expo­sición de sus Constelaciones en la galería de Pierre Matisse, su marchante en Nueva York, y en 1948 su exposición en la gale­ría de Aimé Maeght, su marchante en Pa­rís; desde esta época alcanzará el nivel deseado de bienestar económico, con el apoyo de sus marchantes y el éxito comercial. En estos años es manifiesta su influencia sobre los movimientos artísticos de posguerra: el expresionismo abstracto en EEUU y el informalismo en Europa, así como en el futuro será patente la de estos en la renovación de su propia obra, en un fecundo diálogo.



Scheidegger. Miró en su taller de Mont-roig (1952) [http://www.ernst-scheidegger-archiv.org/en/photos-of-artists/joan-miro/?id=468] Miró viaja en marzo de 1952 a París, donde conoce la maqueta del libro de fotos que Scheidegger realiza sobre Giacometti y acuerdan que también le hará uno a Miró. Durante ese verano le visita el fotógrafo en Mont-roig y toma las imágenes, aunque su libro tardará en encontrar un editor y se publicará en 1958. 

Su obra artística está marcada por la preocupación por los materiales y la fusión de las artes le llevará a experimentar en los decenios siguientes con casi todos los medios artísticos, como pintura al óleo o cobre, acuarelas, pasteles, collages, grabados, litografías, cerámicas, murales cerámicos, esculturas, escenogra­fías teatra­les, cartones para tapices, diseños de moda... En pintura este periodo está lleno de obras maestras, de gran tamaño, en los que madura los dos estilos de su madurez, el “espontáneo”, muy rápido y gestual, y el “meditado”, más lento y trabajado. En gra­bado, en 1944 acaba su prime­ra gran obra maestra(sus primeras expe­riencias son de 1928), con las lito­gra­fías de la serie Barcelo­na, otra obra de clara evocación antibelicista; en 1947, gracias a su colaboración con Hayter, retorna al grabado, con nuevas técnicas (aguatinta, grabado al azúcar, barniz blando), mientras la figuración evidencia un retorno a las fuentes de la expresión del arte primitivo, pues quiere alcanzar un arte anónimo y colectivo, con obras como Álbum 13 (1948); sus éxitos gráficos son reconocidos con­ el Pre­mio In­ter­na­cio­nal de Gra­bado de la Bienal de Vene­cia de 1954. La escultura ce­rámi­ca la co­mien­za a cultivar en 1944 (con Llo­rens Ar­tigas), primero con peque­ños objetos, como la magní­fica serie de 1953-1955, que expone en 1956 en París y Nue­va York. La escultura a partir de 1944 describe los personajes del imaginario mironiano, utilizando a menudo la técnica del objet-trouvé, con obras tan famosas como Pájaro solar y Pájaro lunar. El muralismo cerámico le permite engarzar la cerámica con la pintura, destacando grandes conjuntos murales, en los que, con su universo sim­bóli­co, trasciende el mu­ra­lismo realista mexicano; sus máximas obras son la pareja Muro del Sol y Muro de la Luna para la sede de la UNES­CO de París (1958), por la que en 1959 recibe del presi­dente Ei­senhower el premio Guggen­heim.

La etapa mallorquina y el nuevo cambio de lenguaje: 1956-1967.
En lo personal es tal vez la mejor época de su vida en los aspectos familiar, profesional y financiero. El éxito económico de estos años le permitirá satisfacer­ su sueño de un “gran taller”, que su amigo Josep Lluís Sert le reali­zará en su nueva residencia de Son Abrines, en Palma de Mallorca, lo suficien­temente lejos de Barcelona y de los circuitos interna­cionales del arte como para poder concentrarse en su obra. Sobre todo desde los años 60 su fama es mundial: se le hacen grandes exposiciones antológicas en los mejores museos e instituciones de París, Londres (Tate Gallery, 1964), Funda­ción Maeght de Saint-Paul-de-Vence (1968), Nueva York (MOMA, Guggenheim), To­kio.          
El im­pac­to psico­lógico del taller sobre Miró es el mismo que el que le produjo París en 1919: una crisis de descon­cierto ante su magnitud y un profundo replanteamiento de su obra. Era una oportunidad para conocer el nuevo arte contemporáneo, con el que confronta toda su obra anterior, para superarse en este diálogo. Du­rante cua­tro años (1955-1959) al menos no pinta­rá nin­guna obra, pero abre sus carpetas largo tiempo aban­donadas, recapi­tula sobre sí mis­mo y su arte, redefine su estilo y se dedica a otras artes. Cuando en 1959 vuelve a pintar con intensidad lo que surge es “un Miró nuevo a fuerza de ser viejo”: es otro de sus “regresos” estilísticos, marcado por un progresivo despojamiento de lo no esencial, dominado (o dejado dominar) por la materia, en una especie de panteísmo de lo anecdótico, del microcosmos.
Su obra artística de los años 60 es de un estilo crecientemente espontáneo, más gestual, pues la representación cede ante la pulsión subjetiva, sugerida a menudo por la materia y los utensilios que usa. Se inspira en el expresionismo abstracto norteamerica­no, en especial en Pollock y en la caligrafía oriental. El artista ha re­cuperado el sentir de la in­fancia del mundo, un lenguaje es­pontáneo y desen­vuelto, alegre y libre, en el que dominan las grandes superfi­cies de color, aunque con un predomi­nio del ges­to sobre la cons­truc­ción del espa­cio pic­tóri­co. Pero todavía se pueden encontrar en su pintura de los años 60 y 70 muchos ejemplos del estilo “meditado” y con el paso del tiempo su obra a menudo se oscurece, con el color negro estructurando el cuadro. Se interesa aun más por la litografía y el grabado, como en Rojo y azul (1960), una serie de grabados en los que destaca la influencia de la caligrafía oriental. Cultiva la es­cul­tura, utilizando como materiales unos bronces que surgen de la reflexión sobre co­sas encontradas (los objet trouvé del dadaísmo y surrealismo), con obras como Pájaro solar, así como materiales cerámi­cos, con los que obtiene texturas y matices inéditos para sus esculturas monu­mentales, como el gran conjunto del Laberinto de Saint-Paul-de-Vence. Confecciona murales cerámicos, como el de la Uni­ver­si­dad de Har­vard (1960).

EL PERIODO 1968-1983.
E­l periodo 1968-1983 se divide en dos etapas, 1968-1975 y 1976-1983, separadas por un acontecimiento fundamental: el cambio político a la muerte del dictador Franco, con la asunción de libertades democráticas y nacionales para España y Cataluña.

Contra el franquismo: 1968-1975.
En lo personal, Miró goza de una ancianidad vital, plena de optimismo, en la que su salud atraviesa una apreciable bonanza y el erotismo vuelve a su obra. Las exposiciones son un éxito de público y crítica. Su prestigio en España se acrecienta. El segundo viaje a Japón (1969) acelera un nuevo cambio formal y temático en su obra, y Miró profundiza en la filosofía oriental con pasión, aunque nació, vivió y murió como auténtico ca­tólico practicante. Pero co­mienzan a fallecer los amigos (Breton, los Zer­vos, Prats, Picasso) y presiente la proximidad del fin, por lo que ha de aprovechar el tiempo al máximo.
En lo político Miró toma progresi­va­men­te concien­cia del proce­so de des­composi­ción in­ter­na del régimen fran­quis­ta, que se apro­xima­ a un punto de crisis —estallan las prime­ras luchas masi­vas en la Univer­si­dad es­pa­ñola con­tra el régi­men y aparece ETA—, en medio de un contexto inter­nacional de grave­s acon­te­cimientos —1968 es el año del Mayo francés y de la Pri­mavera de Pra­ga—. En 1968 Miró cambia ra­dical­mente sus prio­ri­da­des vi­tales y ar­tísticas, en el sen­tido de evolu­cionar de lo pri­vado a la preeminencia de lo pú­blico. Esto se plasma en varias fa­ce­tas: “rees­cribe” su bio­gra­fía, se comprome­te en causas pú­bli­cas con­cretas, reorien­ta su o­bra ar­tística, su pen­sa­miento estético evolucio­na, y acep­ta que el mundo exte­rior partici­pe en la crea­ción de su mito e incluso que le uti­lice como bande­ra ideo­lógica, icono de la lucha en los nuevos tiempos. La crítica acude a él, reverenciándole como el último gran pintor vivo de las vanguardias. En 1968 ­comienza el proyec­to de crear una funda­ción en Barcelo­na, impulsada por sus amigos Prats y Sert, y el alcalde de Barcelo­na, Por­cio­les; se abre en ju­nio de 1975, como un Centro de Estudios de Arte Con­temporáneo, siendo la cul­minación de su esfuerzo institucional para perdurar.
Su compromiso político y social durante los años finales del franquismo se evidencia en su parti­cipación en muchas ac­cio­nes que re­forza­ran en el seno­ de la o­pinión pú­blica su imagen ca­tala­nis­ta y pro­gresis­ta, sobre todo en el en­cie­rro de Mont­se­rrat (12-14 de diciem­bre de 1970), con oca­sión del pro­ceso de Bur­gos. Confec­ciona carte­les propa­gandísti­cos para instituciones cata­lanas o defensoras de los dere­chos humanos, como el 1 de Maig (1968) y el Unes­co-Droits de l’hom­me. Mantiene las dis­tancias res­pec­to a los dirigentes franquistas y, junto con Sert, se im­plica en la larga lucha ecologista del Parc de la Mar de Palma. Pin­ta obras con men­sa­jes tan polémicos como el Tríptico para la celda de un so­li­tario (1968), La repres­ión y la liber­tad (1973) y el gran tríp­tico La espe­ranz­a del con­de­nado a muerte (1974). En Ma­llorca, en los mo­men­tos más di­fí­ciles de la repre­sión de 1975, partici­pa en la ex­posi­ción *<Am­nis­tia i Drets Hu­mans> de la ga­lería palme­sana 4 Gats, para su­fra­gar las fian­zas de los detenidos.
Su obra artística progresa del ámbito pri­vado hacia la vertiente pú­blica. En la pintura, des­de 1960 domina­­ el gran for­mato en los cuadros, los co­lores son de una paleta más auste­ra y re­duci­da con un creciente predomi­nio del negro, los signos de su voca­bu­lario plás­tico se sim­pli­fican en número y dificul­tad de abs­trac­ción con abundan­tes sig­nos y técnicas orien­ta­les, por influen­cia de sus viajes a Japón, aunque sus maestros son Pi­casso y el arte rupes­tre; en la escultura la decantación de su estilo es completa y definitiva, con el ensamblaje de objetos y co­loca es­cul­tu­ras en parques y jar­dines pú­blicos; desde 1969 tra­baja en grandes ta­pices (sobre­tei­xims y sacs) con Jo­sep Ro­yo; mul­ti­pli­ca los grandes mu­ra­les cerámicos en cen­tros públicos como en un pabellón de la Ex­posición Universal de Osa­ka (1970) o el ae­ro­puert­o del Prat en Bar­ce­lo­na (1970); di­seña vitrales en la mejor tradi­ción del color para iglesias y cen­tros cultu­rales franceses; prac­tica el arte efímero en su pintura mural del ColAlegi d’Ar­qui­tectes de Bar­celona (1969); ilus­tra más li­bros que nunca y cultiva la­ obra gráfica en numerosas se­ries, en la que busca la re­pro­duc­ción múl­ti­ple de la obra y la expe­ri­men­tación en nuevas téc­nicas.
Su pensamiento estético cambia: el i­deal del arte puro, propio de los largos y oscuros años del fran­quis­mo, se recon­vier­te ahora en un i­deal del arte revo­lu­ciona­rio que libere los sentidos y el espíritu del individuo, para trans­formar la sociedad hacia un mundo utó­pico de felici­dad. El pa­ren­tesco de esto­ con la o­bra teó­ri­ca radical que su amigo Tàpies desarro­lla­ba justo entonces es evidente, pero descan­sa tam­bién en los ideales ra­di­cales del joven Miró.
Miró se dedica a un programa biográfico de­ “reinvención de sí mismo­”, a concluir una imagen pú­bli­ca de su perso­na­lidad que esté imbricada con sus ideas. En lo biográfico, su vida será “rees­crita” mediante un au­mento extraordi­na­rio del número, ex­tensión y pro­fun­didad de las de­cla­raciones y entre­vistas que concede, marcadas todas ellas por una vo­lun­tad de marcar una coheren­cia de su ima­gen pública como hombre ho­nesto, antifranquista, ar­tista-tra­bajador, radicado en Cata­luña y en Ma­llorca. Esto impli­caba ne­cesa­riamente que todos los de­talles biográficos se ajustasen per­fec­ta­mente, pero no se consiguió, produciéndose una alteración de los hechos que perjudicará el cabal conocimiento de su figu­ra, al resaltar muchas lagunas y contradicciones en su vida y en su evolución artística. En 1977 se publica el libro de conversaciones con Rai­llard, Ceci est la couleur de mes rêves, que se había completa­do a finales de 1975; es casi una autobiografía, una fuente menos fia­ble de lo deseable, por­que es la inter­pretación que un Miró de 82 años pretendía hacer de toda su vi­da.
Su mito tam­bién lo trans­for­man ahora muchos po­lí­ticos, artistas, intelectuales, marchantes, crí­ticos, his­to­ria­dores del ar­te... que asu­men que es un artista con una imagen conveniente como bandera de los ideales de­mocrá­ticos y na­cio­nalistas ca­ta­lanes. Incluso po­lí­ticos aperturistas del régimen franquista, como los alcaldes Porcioles en Barcelona y Alzamora en Pal­ma, le apoyan con precaución. En España comienza a ser reconocido por el público, gra­cias a que en Bar­celona se ce­lebran grandes ex­posi­cio­nes de homenaje en 1968 (la pri­mera en España), 1969 y 1973. Se asienta como uno de los tres artistas más famosos del país, junto a Pi­cas­so y Dalí, y la muerte del primero en 1973 le permite deshacerse de su sombra y gozar de la gloria de ser el más prestigioso pintor vivo del mundo.

En la Transición democrática: 1976-1983.
En los últimos años sufre un lento declinar. Una primera fase de cuatro años (1976-1979) es de menguante pero muy inte­resante creatividad. Una segunda fase de otros cuatro años (1980-1983) es de casi total inactividad, que llega hasta la inanidad total del último bienio, cuando su penosa salud física (casi invalidez) y su depre­sión le impedían incluso dibujar.
Durante la Transición pro­fundiza su compromiso en causas pú­blicas. En 1976 el rápido adve­nimiento de la democracia le sorprendió, como a tantos otros demócratas en su tiempo. Él es­peraba que la mo­narquía franquis­ta se hundi­ese rápida­mente en­ medio de un con­flicto re­volucio­nario, tal como había pasado al sa­la­zarismo en la Re­volución de los Cla­veles en Portugal el 25 de a­bril de 1974. Pero, en contra de la opinión de los parti­darios de la “ruptu­ra”, la Reforma política resulta rápi­da, mo­dera­da, pací­fica, ­­exitosa en una perspectiva histórica. Y el proceso le encanta pues goza de una li­ber­tad nue­va para manifestarse, des­pués de la larga dic­ta­dura que le había oprimido. In­tenta recuperar la vida que había soñado —que el fran­quismo le había sustraído— y lo consigue en buena parte. En el extranjero su imagen es la de un gran sím­bolo de la lucha de Ca­ta­luña por la libertad y la soberanía. En Palma par­ti­cipa en ex­posi­ciones en la ga­le­ría 4 Gats tan com­prometidas como las organi­zadas en favor de *<Per l’au­tono­mia> y la *<Obra Cultu­ral Ba­lear> y acepta el nombra­miento ­como vicepre­si­dente de ho­nor del Congrés de Cul­tura Cata­lana. Realiza carteles para Am­nesty International, de 1976, el del Con­grés de Cul­tura Cata­lana, de 1977 y el de Vo­lem l’Esta­tut, del mismo año y cla­ramente comprometido con el na­ciona­lismo cata­lán; mani­fies­ta­ explí­citamente su compro­miso catala­nista y, así, invi­ta al exi­liado presidente de la Generalitat, Jo­sep Tarrade­llas, a una expo­si­ción de su obra en Céret en ju­lio de 1978. Pero su apoyo no es tanto hacia la iz­quier­­da como al ca­tala­nis­mo cul­tural —como lo de­muestra que el mismo año 1978 re­húsa dibujar un car­tel para el PSC— y a la demo­cra­cia, tan­to en España como en el extranje­ro —como ej­em­plo, en 1980 pinta y dona una obra para la exposición del Mu­seo de la Re­sistencia “Salva­dor Allen­de” en homenaje a Chile, y un car­tel para la expo­si­ción en el Palau So­lle­ric—. Su aportación escenográfica a la o­bra tea­tral Mori el Mer­ma es e­sen­cial para atestiguar la radicalidad de su pensamiento político: acepta colaborar con la compañía teatral La Cla­ca en 1976 en un pro­yecto de re­presen­tar su imaginario universo artístico y po­lítico, e impone la con­di­ción ­de ‹‹que l’espectacle sigui la festa de la cele­bra­ció de la mor­t de Franco. L’argu­ment em dóna igual. Jo par­tici­pa­ré plàsti­ca­ment i és prou››, siendo el tema escogido el Ubu Roi de Jarry y su corte ­de perso­najes grotes­cos, una parodia de los valores burgueses, conver­tida ahora en un trasunto de un Franco ridículo y bes­tial.
Miró continúa su programa biográfico al llegar la democracia, facilitando entrevistas y libros que com­pleten su “reinvención­”, siendo sus declaraciones ahora diáfanas. En estos años da varias entrevis­tas a la tele­vi­sión, destacando dos de 1978, de Pa­loma Chamo­rro para TVE y de Pen­rose para la BBC­. En una entrevista de Permanyer en 1978 especifica­­ Hombre y mujer frente a una pila de excre­mento (1936), Aidez l’Espagne y Bodegón del zapato viejo (1937) y Cam­pesino catalán a la luz de la luna (1968), como­ obras fundamentales de su evo­lución estética y mues­tras de su fiel vincu­lación política con Cata­lunya­­; meses después declara a Amón sobre­­­­ los años de la Guerra Civil (mi­tifi­cán­do­los) y los últimos acon­teci­mientos del régimen fran­quis­ta (como la ejecu­ción del anar­quis­ta Puig Antich).
Su o­bra artís­tica persevera en cultivar el carácter público y monumental, aunque hace sólo unas pocas y pequeñas ex­posiciones, debido a la es­casa obra original de los últimos años. Su lenguaje vuelve a una amplia gama cromática —aunque sigue dominando el ne­gro— en la mayoría de las obras, sobre todo las gráficas, des­pués de la etapa casi totalmente “ne­gra” de los primeros años 70­­. Admira ahora la sencillez del arte rupestre, Tur­ner y Cézanne. La fuerza libera­do­ra del arte es lo que quiere re­sal­tar, pero con com­pla­cencia, sin un es­pí­ritu tan ra­dical de lu­cha. En todo caso, las pin­tu­ras son mucho más peque­ñas, porque le falta la salud para a­co­meter los grandes for­matos —que exigen mayor agilidad—. Intensi­fica, basándose en di­bujos an­te­riores, la pro­duc­ción de escul­turas para es­pacios pú­bli­cos. Supervisa­ ta­pi­ces­, como el inmenso para la Na­tio­nal Gallery de Was­hington, y más mu­rales cerámicos para mo­nu­mentos, como el mo­saico Per­son­ajes y pájaros de la uni­ver­si­dad de Wichita. Pro­duce sus vitrales, en cola­bora­ción con Char­les Marc. Con­tinúa las series gráfi­cas, con una tan ex­celente como Gaudí (1979), hasta su últi­ma obra, La mar­chan­de des cou­leurs, para la serie Allegro vi­vace (1981). Diseña­ car­teles, ilus­traciones de nu­mero­sos li­bros y portadas­ para­ diarios y re­vistas de poe­sía ca­ta­lana.
Su pensamiento estético se equilibra. En línea con todo lo anterior, ­evo­lu­ciona desde la vertiente casi revo­lucionaria de la eta­pa ante­rior hacia un mayor compromiso entre la búsqueda del arte puro y la fun­ción social del arte. Mani­fiesta en ­­1978 que si el ar­­tis­ta tiene un com­pro­miso con un arte que se ha de crear libre­mente puede con­ver­tirlo des­pués en símbolo de un pueblo. Es lo que expresa en la lección magis­tral que Miró es­cribió en 1980 con motivo de su nombramiento como Doc­tor Ho­no­ris Causa por la Uni­ver­sitat de Bar­ce­lo­na.
Crece el mito: el mundo exalta definitivamente la gloria de Mi­ró como un luchador del interior contra el franquis­mo. Los artis­tas jóve­nes le estudian, la crí­tica y la historiografía del arte prosiguen la apolo­gía más encendida, pese a algunas aisladas acusacio­nes de in­fantilismo o agotamiento por parte de sus enemigos. Miró se ha­ inse­rtado plena­men­te en el arte ofi­cial, no por renuncia a sus ideales estéti­cos, sino debido a que el mismo poder había ex­ten­dido sus lími­tes. Abundan las expo­si­ciones antológi­cas, so­bre ­todo coincidiendo con su 85 ani­versa­rio (1978), destacando la primera gran exposición oficial en Madrid, y des­pués con su 90 aniver­sario (1983), en Bar­celo­na, Ma­drid, Palma, París, Lon­dres, Nova York, Milán, Vie­na... Los ho­nores y homenajes públicos flo­re­cen: ­­­el rey Juan Carlos I le inviste en 1978 con la Gran Cruz de Isa­bel la Ca­tó­lica y en 1980 con la Me­da­lla de Mé­rito de las Be­llas Ar­tes en la cate­go­ría de oro; para quien se ha­bía sig­ni­fi­cado en los años 20 y 30 por su republicanis­mo era un cambio asom­broso, pero lo cierto es que hasta su muerte Miró no se abstuvo de mostrarse como admira­dor del monar­ca. Nego­cia el futuro de su obra y de los talleres. La Ge­ne­ralitat de Cata­lunya le otorga la Medalla d’Or (1981) y el mi­nis­tro de Cul­tura de la UCD, Pío Ca­ba­ni­llas, le encomienda un gran mural cerá­mico para el fron­tis­picio del Pa­lacio Na­cio­nal de Con­gre­sos (1980). L­­as re­la­ciones con la Fun­da­ción Joan Miró de Bar­ce­lo­na mejo­raban desde 1979, con la ­lle­ga­da al poder en el Ayuntamiento de Nar­cís Se­rra y el cambio del equi­po ejecutivo cultu­ral. En octubre de 1978 se i­ni­cian los trámites para cons­ti­tuir la Funda­ción Pilar y Joan Miró en Pal­ma, donan­do los ta­lleres como cen­tro cul­tu­ral.
A su alrededor la lucha mer­can­til —entre familia, cole­c­cio­nis­tas, marchantes— respecto a las obras se hace apasionada, por­que su cotiza­ción subía enor­me­mente, sobre ­todo en los años 80 y más todavía después de mo­rir, cuando se multiplicó. Las gale­rías pugnaban por hacer exposiciones de Miró, un valor comercial seguro, tanto en el periodo de subidas generales de 1969-1979, como en la crisis del mercado artístico de 1979-1985, mientras que una parte de la fami­lia criticaba du­ra­mente a los marchantes y a o­tros familiares. Su muerte, como casi siempre, fue el impulso fi­nal para su valoración económica y para la lucha por su lega­do. Instituciones y herederos, marchantes y coleccionis­tas, pugnan­do, como era inevitable, por sus intereses y por monopolizar la de­fensa del prestigio y la obra de Miró...
El final había de llegar. En los últimos años la vejez reduce la cantidad y calidad de su obra, pero con su voluntad de hacer un arte popular, para toda la sociedad, aún consigue ultimar grandes proyectos monumenta­les de murales y esculturas cerámicas que se empla­zan en grandes espacios públicos. A este hombre de más de 80 años, que aún pintaba diariamente, sólo el desfa­lleci­miento físico le frenó: desde 1978 menudean las caídas y las enfermedades; a finales de 1979 la deba­cle fue ab­soluta debido a una apoplejía, de la cual ya no se repondría del todo, además de unas cataratas, y una cada vez más pro­fun­da depres­ión por las muertes de los amigos —destaca la de­ Sert en 1983— y su incapacidad para crear.
Cuando Miró expira, el 25 de di­ciem­bre de 1983, es el gran artis­ta de la España demo­crática. Será enterrado mirando al mar y al cielo desde su tumba en la montaña catalana de Montjuïc. El color azul, la belleza que le envolvió en vida, le acompaña más allá de la muerte. Ha­bía conse­guido cum­plir la mayo­ría de sus ideales­ juveniles como vivi­r ple­na­mente y en un­ país ­­de­mocrático, y, sobre todo, había logrado ser un gran artista, dueño de un estilo extraor­dina­rio, inventor de un lenguaje innova­dor, que había abierto nuevos caminos hacia en el mundo de los sueños. Mu­rió el hombre, pero sobreviv­ió el mi­to.

1 comentario:

  1. Anónimo12:21 p. m.

    Me siento agradecida hacia usted, que comparte sus conocimientos con tod@s aquell@s, que como yo, buscan información de calidad en la red. Sus alumn@s tienen que sentirse muy afortunad@s.
    Muchísimas gracias!!

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