La estética de Miró. 19. Cuatro elementos: la tierra, el mar, el cielo
y el fuego.
La tierra, el mar, el cielo y, en menor grado,
el fuego son en la obra de Miró tanto símbolos intelectuales como experiencias
reales de su mundo mediterráneo, cuando volvía a Mont-roig y vivía rodeado
de una naturaleza casi virgen todavía. El filósofo griego Empédocles ya afirmó
en el siglo V aC que la vida y todas las cosas se habían formado con la unión
de cuatro elementos principales: la tierra, el agua, el aire y el fuego, y que
dos fuerzas activas y opuestas, amor y odio, o afinidad y antipatía, actúan
sobre estos elementos, combinándolos y separándolos en un ciclo eterno dentro
de una variedad infinita de formas. Miró cultiva en sus obras inspiradas en el
campo de Mont-roig la evocación de un misterio sobrenatural: cómo la tierra
acuna a sus hombres. Extrae de sus motivos naturales un subyacente esqueleto
estructural de claridad casi simbólica, intenta captar en el lienzo las
inasibles fuerzas de la naturaleza a la búsqueda de un mito y una naturaleza
primordiales.
Jacques Dupin.
Dupin (1993) advierte que su regreso estival a
su masía equilibraba la vida urbana en París y llena de contenido su obra: ‹‹Lo
que Miró encontró en Mont‑roig, en el verano de 1923, no fue sólo el cielo
transparente, el universo familiar de La masía, sino también la
tierra ancestral, la tierra primitiva, conmovida y abatida por los rayos y
truenos de una maravillosa tormenta. (…)››[1]
El cosmos terrenal de Mont-roig se completa con
el mar calmoso y un cielo en el que descuellan las nubes, el sol y la luna,
como en La tierra labrada (1923-1924) o en Paisaje
catalán (El cazador) (1923-1924), que comparten en lo fundamental la
composición, con una línea de horizonte que separa y define los dominios del
mar y del cielo, ayudando así a ordenar el espacio en los tres mundos: el
terrenal, siempre más cargado de elementos y personajes que se sienten
oprimidos y por ello se levantan en líneas verticales; el marino como tránsito
casi carente de elementos que en todo caso sólo lo visitan brevemente desde los
mundos inferior y superior; el celeste, el más despojado de elementos, aunque
poblado de los signos más cargados de espiritualidad: la libertad y la
opresión, el sexo y el odio, la vida y la muerte; el fuego como elemento mágico
que transforma los otros tres o los carga de energía, como si actuara una inteligencia
cósmica, lo que sugería ya Heráclito de Efeso: ‹‹Todas las cosas se cambian
recíprocamente con el fuego y el fuego, a su vez, con todas las cosas››.[2]
Alexandre Cirici.
La sintaxis de estos elementos alcanza en los
años 20 la madurez y sus pautas se repiten a lo largo de su vida. Cirici (1977)
explica sobre esta sintaxis que tiene por lo común un recorrido ascendente:
desde la tierra hacia el cielo, pasando por los elementos comunicantes, en
general antropoides. ‹‹Desde 1923 los cuadros suelen jugar con uno, dos o tres
de los registros fundamentales correspondientes al cielo inalcanzable, a los
organismos más o menos antropomorfos y a la tierra sustentadora y energética.
Podemos compararlos, pues, con los ikebana japoneses, en los
cuales tres grupos de plantas o flores representan respectivamente la tierra,
el hombre y el cielo.››[3] Y Miró le cuenta en 1975 a Raillard: ‹‹(…) La
tierra, la tierra, nada más que la tierra. Es la tierra, la tierra. Algo más
fuerte que yo. Las montañas fantásticas desempeñan un papel en mi vida, y el
cielo también. No en el sentido del romanticismo alemán; se trata más bien del
choque de estas formas contra mi espíritu que de la visión. En Montroig lo que
me nutre es la fuerza. La fuerza.››[4]
La masía (1921-1922).
La tierra es un símbolo femenino, como diosa
Gea de la fecundidad, y a la vez, es una presencia masculina en su papel de
dios de la fuerza viril de la que brota la vida. Ya en las primeras pinturas de
paisajes de su juventud establece férreas divisiones entre tierra y cielo, como
vemos en Paisaje de Mont-roig (1914) [DL 4], y en las pinturas
de su vejez, como Personajes y pájaros en un paisaje nocturno (1978)
[DL 1885] insiste en esas mismas divisiones del lienzo, ahora pintadas
masivamente de negro, como montañas que crecen interminablemente, o incluso sin
pintar, con el fondo intacto de lienzo mostrándonos su desnudez, siempre en
contraste con los cuerpos celestiales.
Cirici (1977) explica la doble función de la
tierra como base o punto de contacto con los seres animados y de fuente de
energía para la vida y, como consecuencia, la deformación de los personajes:
‹‹La tierra se halla presente en muchas
pinturas de Miró, que vienen determinadas por un horizonte o una skyline de
traspaso con el cielo.
La de Miró es una tierra desértica, casi
reducida al papel de soporte de los personajes, animales o antropoides, o de
los objetos inanimados.
Su papel es, sobre todo, recibir la gran pisada
de los pies, servir de base de seguridad. Pero también tiene un papel como
lugar de donde brota la energía. No es infrecuente que de la tierra broten
llamas, como de volcán, o que emanen de ella reptiles, materialización de la
vida subterránea que aflora.
Es muy significativo del primer papel, el de
base y punto de contacto, el hecho de que paisajes como el de L’hort de
l’ase de 1918 sólo presenten césped en el lugar donde el animal está
pastando, lo cual expresa una especie de no-existencia donde no suele llegarse
por el contacto directo.
Este hecho que presenta L’hort de l’ase es
uno de los ingredientes que se prestan a una reflexión más profunda sobre la
concepción del arte. La voluntaria reclusión en el ámbito de la realidad
abarcable implica una serie de cosas de carácter muy radical. Es fundamental,
en efecto, para la propia conciencia de la individualidad del hombre lo que
esta zona representa como frontera conflictiva entre lo que se siente
permanentemente, desde que nacemos, como identificado con nosotros mismos, y la
otra parte de la realidad que se plantea manifiestamente como algo que no nos
obedece y que progresivamente sentimos que representa la alteridad. El mundo
inmediatamente tangible es la primera y constante evidencia que delimita a los
seres vivos y que delinea los límites precisos de su identidad. Este es el
papel fundamental que revisten los personajes en la obra mironiana, como
soporte directo de los hechos humanos.
Del segundo papel, de fuente energética,
derivan las deformaciones tan frecuentes en los personajes. Los masculinos,
cuyos pies crecen enormemente para tocar mejor la tierra. Los femeninos, que la
alcanzan con la gran campana cónica de sus faldas, como embudos invertidos.
Formas cuadriculadas, a veces ajedrezadas,
proporcionan otra alusión más esquemática a la presente telúrica.››[5]
En suma, la tierra es el soporte, la
diosa-madre de la que surge la vida: ‹‹La tierra se halla presente de maneras
diversas, como el árido paisaje o como una cuadrícula o un ajedrez de colores.
Su papel es servir de soporte y comunicar energía a los grupos de carácter
biológico que montan sobre ella.››[6] Y sobre la tierra o lindando con ella se presentan los
elementos geológicos que Cirici (1978) enumera: ‹‹Hay elementos geológicos:
montañas, planicies, mar, playa, volcanes.››[7], esto es, se vinculan a la tierra, el mar y el fuego, a
los elementos principales salvo el cielo a no ser que se le relacionen por
contacto visual.
También ligadas a la tierra tenemos las
criaturas antropoides que se ensanchan en su base en contacto con la tierra y,
por contra, se estrechan arriba, proyectándose como vectores de movimiento,
como indica Cirici:
‹‹Los verdaderos protagonistas de los cuadros
son los seres biológicos, generalmente antropoides, que, de pie o reclinados,
circulan por ellos. Tales personajes ocupan la parte central del conjunto y a
menudo son de un formato suficiente para suprimir casi por completo el espacio
que podría ser considerado como fondo.
Estos personajes suelen presentar su parte más
amplia en la base y la más estrecha hacia la zona alta, de modo que su forma
exterior viene a ser la de un embudo. Puesto que hemos reconocido el papel de
fuente energética que adquiere la tierra, debe interpretarse que este embudo
actúa, como todos los embudos, recogiendo algo por su parte ancha para
transmitirlo a la parte angosta. En consecuencia, su morfología y su relación
con el soporte terrestre obligan a pensar y hacen sentir directamente que todos
estos personajes se ven visitados, traspasados e inflamados por una corriente
ascensional que sube de la tierra y se dirige al cielo.››[8]
Son criaturas que pueblan incluso los cuadros
postreros, como Vuelo de pájaros rodeando el amarillo de una centella (1973)
[DL 1514.], y en los que late una oscura amenaza. Volviendo a Cirici, éste
apunta que los antropoides se extienden con sus deformidades eréctiles hacia el
cielo:
‹‹Si la relación de los antropoides con la
tierra es la de una máxima dilatación de los contactos que ahora ya podemos
interpretar como técnica para una fuerte succión energética, la relación que
establecen hacia el mundo celestial es muy distinta. Disparados hacia arriba, a
veces sin cabeza para acentuar su carácter de agujas, erizados de pulgares
eréctiles, de flancos eréctiles, de sexos, de brazos, de dedos, lenguas,
narices y cuernos, tienden a la elevación, pero no abriéndose generosamente en
un contacto, sino como braceando en el vacío, sin encontrar donde aferrarse,
prolongando, en cambio, sus terminaciones agudas.
(...) toda estructura que trabaja en un medio
hostil tiende a la forma espinosa, de púa, como la hoja elemental de las
coníferas.
Así los antropoides se abren hacia la tierra y,
en cambio, demuestran, hacia las alturas, el mismo tropismo agudizante y
verticalizador que ofrecen los enebros, los cipreses y los abetos.››[9]
La bañista (1925).
El mar es un espacio que Miró trata por
analogía como la tierra en las divisiones espaciales de sus pinturas de los
años 20, especialmente en sus “paisajes imaginarios” de 1926-1927, y es el mar
es también un símbolo de la diosa madre de la fecundidad, la materia de la que
brota la vida primigenia, y a la vez es la presencia del infinito, en su
horizonte inaprensible. Ya hemos visto como el mar fue un hito de seguridad
desde su infancia gracias a sus viajes a Mallorca en barco, y las largas
estancias estivales en Mont-roig, descansando en la playa que aparece en La
siesta (1925). Pero también puede ser signo de amenaza si está
embravecido como en Pintura (c. 1925) [DL 144] o Pintura (1925)
[DL 182], como canta el poema de Antonio Machado sobre el sentimiento trágico
de la vida solitaria: ‹‹Señor, me cansa la vida, / tengo la garganta ronca / de
gritar sobre los mares, / la voz de la mar me asorda. / Señor, me cansa la vida
/ y el universo me ahoga. / Señor, me dejaste, solo / solo, con el mar a
solas.››[10]
Cirici (1977) explica respecto al mar
mironiano:
‹‹El mar aparece en algunas obras, pero fuera
de la primera época nunca revela una experiencia visual. El hecho de que el
horizonte sea inalcanzable para el hombre lo convierte en una pura convención.
Algunas veces, por ejemplo, una línea delineada con regla, por lo tanto, algo
próximo, inmediato, hecho con las manos. En otras ocasiones, el horizonte es
ondulado o simplemente abultado, para demostrar que el mar es un lugar donde
podemos sumergirnos, por ejemplo, pero que no tiene una lejanía precisa desde
el instante en que renunciamos a la experiencia visual.››[11]
Tríptico Azul (1961).
El cielo (o aire) aparece en la pintura
mironiana como contraste de la tierra y del mar, y es símbolo de la
espiritualidad celestial y a la vez presencia de lo infinito y de la esfera de
la suprema libertad. En ocasiones, como en el tríptico Azul de
1961 es un inmenso vacío que se llena a sí mismo de fantasía. Unas veces es un
cielo luminoso, como en las pinturas-poema de 1925-1927, y otras es un cielo
oscuro, casi negro, como en Mujer y pájaro en la noche (1968)
[DL 1283.] En un nivel superior cada vez más Miró introducirá los astros,
situados como puntos de fuga de los sueños, como apunta Rowell (1993): ‹‹A lo
largo de los tiempos, y desde épocas inmemoriales, el cielo estrellado ha sido
la inspiración del poeta y del artista, del religioso y del profano››[12], mientras que en un primer nivel el cielo lo pueblan los
pájaros, las nubes y el viento. En la leyenda aragonesa El gnomo de
Bécquer el viento se defiende:
‹‹El viento: El agua lame la tierra y vive en
el cieno. Yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin
límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la
llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas,
desciende de las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la
altura para encontrar amor y sentimiento!››
Hemos de considerar en relación al cielo los
elementos meteorológicos, poco frecuentes en la obra mironiana de madurez a
partir de mediados de los años 20. Cirici (1977) explica sobre las nubes y el
viento:
‹‹Sucede con las nubes algo semejante a lo que
sucede con el horizonte del mar. A partir de determinado momento, cuando faltan
la experiencia visual y la táctil de la lejanía, las nubes tienden a
convertirse en grafismo más o menos geométricos, rastros dejados por la mano
sobre la superficie del soporte, o adquieren una especie de materialización
cercana doméstica, como si fuesen una especie de bambalinas recortadas que
enmarcan los lugares a los objetos.
Incluso el viento es domesticado de esta
manera, expresado mediante grafismos o bien objetivado en incipientes,
esquemáticas, irónicas maquinarias etéreas, relacionables con las de Picabia o
de Klee.››[13]
El fuego a la izquierda, y el viento y las olas
a la derecha de Paisaje catalán o El cazador (1923-1924).
Las nubes mironianas tienen infinitos significados:
Shakespeare nos presentaba en Hamlet el siguiente diálogo en
el que el protagonista se burla de Polonio, el servil padre de su amada Ofelia,
cambiando su interpretación de las figuras que forman las nubes:
‹‹Hamlet: ¿Te han fijado en que esa nube tiene
forma de camello?
Polonio: Efectivamente, parece un camello.
Hamlet: ... Aunque, si la miras bien, ahora
parece una comadreja.
Polonio: Sí, se ha convertido en una comadreja.
Hamlet: ... Ahora es una ballena.
Polonio: Es exactamente una ballena...››[14]
Los cuadros de Miró se inundan en los
años 20 y aún más tarde de nubes blancas que insinúan pureza y felicidad, nubes
oscuras y tristes que anuncian una tragedia, nubes rojas de
pasión, nubes bajas que son señales claustrofóbicas, nubes altas que son
imágenes de la libertad… Goldberg (2004) sugiere que la principal
característica surrealista que absorbe Miró es la predilección por el vuelo
como metáfora de libertad:
‹‹(...) Le surréalisme se caractérise par des aspirations
aériennes, par la volonté d’échapper à la contrainte de la
pesanteur par une poussée ascensionnelle. Miró, lui, attiré par le haut,
partage ce “déni de la fixité au profit du vertige
de l’envolée”. Pour lui, le seul mouvement
qui existe, dit-il, est celui qui monte. Là où le manque de gravité est souvent
assimilé à l’insuffisance artistique, Miró invente
l’esthétique de la légèreté. Avec ses toiles définitivement
délestées de leur poids, des formes allusives nées d’un rien viennent se poser avec une légèreté insolente sur des pages d’azur, les éclaboussures d’un raffinement étrange se
transforment en traces sombres ou lumineuses. (...)››[15]
Y este cielo hacia el cual se dirigen los
antropoides no es empero un paraíso de descanso, sino un infinito vacío en el
cual vagar eternamente a la búsqueda del destino, como señala Cirici: ‹‹El
papel del elemento celeste en la sintaxis mironiana es el del rechazo, de la
distancia indiferente. La energía captada en el suelo le es ofrecida, pero el
cielo se hace lejano, inalcanzable, imperturbable.››[16] Esta estructura obedece a una poética enraizada en la
tierra propia y en un sentimiento pesimista de la existencia del hombre
moderno, eludiendo el carácter conservador in profundis de
esta apuesta vital, que sin embargo explica en parte el éxito final de Miró
como artista vanguardista digerible para un catalanismo burgués que reivindica
el superior valor intrínseco de la nación catalana asentada sobre el terruño.
Cirici (1978) explica al respecto que en la
obra de madurez: ‹‹(…) Faltan, en cambio, fenómenos meteorológicos pasajeros e
incontrolables, como las nubes de la juventud que más tarde reaparecen, como
una amenaza siniestra en el cuadro de guerra del Bodegón del zapato
viejo.››[17] Pero en realidad aparecen las nubes metamorfoseadas en
manchas, nebulosas y nubes estelares, y la lluvia aparecerá en forma de gotas
(a veces utilizamos el término “segmentos”) que caen hacia el centro desde la
periferia del cuadro, generalmente en diagonal desde los ángulos superiores, o
más a menudo aún en los incontables drippings de sus pinturas
a partir de 1959.
El fuego es un elemento mágico que transforma
los otros tres o los carga de energía, y se relaciona íntimamente con el
hombre. La tradición del fuego en la cultura catalana es muy conocida y se
remonta a ritos paganos y demoníacos de carácter benévolo vinculados al
progreso de la humanidad, desde la primera etapa de observación de las fuentes
naturales del fuego, como los volcanes o los árboles ardiendo por la acción de
los rayos, que son interpretadas como manifestaciones divinos, a una segunda
etapa en la que el hombre consigue el fuego de sus fuentes naturales y se le ve
como un regalo divino, a una tercera en la que lo domestica y hace surgir a su
conveniencia como un acto mágico y es en esta etapa en la que Miró se
manifiesta más interesado y así hace aparecer al fuego en la serie de cuatro
pinturas relacionada con la magia de 1925 [DL 178-181], vinculándolo al
desarrollo de la familia (el oikos o fuego del hogar es el
germen de la casa civilizada). Balsach (2007) ha relacionado el corazón
con la metáfora del fuego (las llamas) —una idea que sigue con ayuda de la
prosa poética de María Zambrano y referencias al cuadro de Tiziano El
castigo de Marsias (1570-1576) o el de Ribera Apolo y Marsias (1637)—
en este grupo, señalando el antecedente del corazón en llamas de Paisaje
catalán (El cazador) (1924-1925).[18]
Cirici (1978) explica que el contacto está
presente también en este elemento: ‹‹(…) Hasta el fuego del volcán, el del
hogar o el de la pipa tiene un sentido de contacto, porque se alarga como una
lengua y tiende hacia algo fuera de sí mismo.›› y comenta que ‹‹(…) El único de
los elementos geológicos que conserva sus rasgos característicos es el que es
efusivo: el volcán. Este es un detalle que conviene anotar y tener presente.››[19] Es el volcán que aparece por primera vez encerrado
en La botella de vino (1924) [DL 92] y ya en el exterior
en El vuelco (1924) [DL 103].
NOTAS.
[1] Dupin. Miró.
1993: 96.
[2] Heráclito.
cit. Thompson. Cómo leer la pintura moderna. 2007 (2006 inglés):
268.
[3] Cirici. Miró
mirall. 1977: 129.
[4] Raillard. Conversaciones
con Miró. 1993 (1977): 44.
[5] Cirici. Miró
mirall. 1977: 113-115.
[6] Cirici. Miró
mirall. 1977: 129.
[7] Cirici. Corpus
cósmico de Joan Miró, inventario. “Batik”, 41 (IV-1978) 14-15.
[8] Cirici. Miró
mirall. 1977: 129.
[9] Cirici. Miró
mirall. 1977: 134.
[10] Antonio
Machado. Proverbios y cantares. 2003: 144. Primer cantar,
de Tres cantares enviados a Unamuno en 1913.
[11] Cirici. Miró
mirall. 1977: 116.
[12] Rowell. Joan
Miró: Campo-Stella. 1993: 15.
[13] Cirici. Miró
mirall. 1977: 116.
[14] Mitchell. El
papel del espectador en el arte contemporáneo, en Greenberg, C.; et
al. Interpretación y análisis del arte actual. 1977 (1974): 63. El
tema resurge en el libro de un escritor especialista, Gavin
Pretor-Pinney, Guía del observador de nubes (Ed. Salamandra.
2007), que explora los inagotables secretos, formas y significados de estas.
[15] Goldberg,
Itzhak. Une oeuvre funambule, en AA.VV. Miró au Centre
Pompidou. “Beaux Arts Magazine”, hors-série. 2004: 28.
[16] Cirici. Miró mirall. 1977:
134.
[17] Cirici. Corpus cósmico de Joan
Miró, inventario. “Batik”, 41
(IV-1978) 14-15.
[18] Balsach. Joan
Miró. Cosmogonías de un mundo originario (1918-1939). 2007: 138-141.
[19] Cirici. Corpus
cósmico de Joan Miró, inventario. “Batik”, 41 (IV-1978) 14-15.
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