La influencia oriental en Miró. 03. La influencia del pensamiento estético budista en Miró.
Miró se interesará profundamente por la cultura japonesa especialmente en sus aspectos religiosos y estéticos relacionados con el budismo.
En lo religioso había un fecundo diálogo entre cristianismo y budismo desde principios del siglo XX, gracias sobre todo a los jesuitas y dominicos establecidos en Japón, y ese proceso se intensificó a partir de 1945, y sobre todo en los años 60 después del Concilio Vaticano II, con encuentros entre destacados teólogos de ambas religiones, que reconocieron las concomitancias entre Jesús y Buda, como ya había hecho Romano Guardini. Miró, de este modo, podía legitimar su interés por el budismo, sin faltar a la ortodoxia católica. El principio religioso que más cercano estaría a sus propias ideas sobre la autoexperiencia del automatismo psíquico más cósmico sería la experiencia iluminativa del zen (satori en japonés), que es ‹‹una autopercepción suprarracional e inmediata, unida a la contemplación no diferenciada de todo ser creado, que da la impresión de perfecta unidad, y que sólo con la disolución del yo empírico capta plenamente el verdadero sí mismo como personalidad y roza lo absoluto en la medida en que es origen del ser creado.››[1]Y esa iluminación existencial se consigue, en puridad, con la contemplación de la naturaleza (kensho en japonés).
En lo estético es significativo que en 1965 Miró proclama que el principal rasgo de su obra es el equilibrio entre los opuestos y paralelamente reivindique la importancia de la poesía japonesa y china, su manifestación más cercana a su experiencia personal, por sus lecturas de haiku y otras obras, más que por la contemplación de reproducciones de obras.[2]
Precisamente dos de las cualidades más importantes del pensamiento zen, que es un conocimiento del mundo en el sentido alemán del weltanschauung, son la asimetría (entendida como reivindicación de la necesidad de mantener la entidad independiente de los opuestos) y el equilibrio (tal vez es preferible el término armonía, más musical, entre esos opuestos). Miró plasmará en su obra estos dos principios: asimetría y equilibrio: entre la razón y la sinrazón, entre la elaboración y la espontaneidad, entre el optimismo y el pesimismo, el fondo y la forma, el color y la línea... La creación, como la vida, es el camino de la diversidad a la unidad, para recomenzar el camino en un eterno ciclo insatisfecho, que aspira al deseo del ser humano de fundirse con la totalidad, para lo que debe sentir (más que conocer) lo que es esa totalidad: el universo entero, la realidad oculta bajo las apariencias, en las cosas más sencillas. La influencia de la concepción zen del arte y de la vida, implica que la creación artística se convierte en una proyección de sí mismo, que guiado por el instinto, llega a una simbiosis con lo representado (un objeto, una idea, una sensación), plasmando en la belleza de la obra los principios filosóficos del zen. En conjunto, es fundamentalmente la estética mironiana en su último periodo.
Miró, empero, no aceptará una parte esencial de la filosofía zen. En su obra la concepción del tiempo es infinita, la obra se extiende en un tiempo incontable, lo que es ajeno al espíritu del zen, para el que este momento es único e irrepetible (la fotografía sería el arte zen por excelencia, al ser una forma de conciencia intensa del presente).[3]
Dupin (1993) cita un haiku de Bashó que enlaza con el espíritu orientalista de Miró: ‹‹Sin estar muerto / llego al término del viaje / en este atardecer de otoño. / Hojas de iris / en mis pies voy a anudar / riendas de sándalo›› Y resume la influencia de Oriente en la obra mironiana:
‹‹Haikai de Bashô, llamada del Japon, invitación al viaje. Durante toda su vida, el pensamiento, el arte, la cultura de Extremo Oriente fascinaron, nutrieron a Miró y lo confirmaron en su empresa. En uno de sus primeros cuadros, el Retrato de E.C. Ricart, había introducido ya una estampa japonesa, cuya afectada delicadeza hacía resaltar la violencia del hombre con el pijama a rayas. Siempre encontraba equivalencias, correlaciones con la pintura y la caligrafía china o japonesa. Podemos ver, en la riqueza y vitalidad de su “trazo de tinta” todo lo que prescriben los antiguos tratados chinos. Tiene razón Gimferrer cuando relaciona el tiro al arco, según la filosofía zen, con la intensa concentración que prepara en Miró la instantaneidad de un gesto infalible. Uniendo en una misma tela, desde 1924, la palabra y la imagen, la pintura y la poesía —entre las que no establece ninguna diferencia—, Miró coincide con la tradición de Extremo Oriente que no distingue al pintor del escritor. Miró asocia de modo natural la imagen y la palabra; dibuja cuando escribe y caligrafía cuando pinta. Incluso si, de este lado, en este extremo-occidente de deseos, sólo pueden surgir intentos aislados, bodas restringidas, extrañas a la tradición y a la práctica. Con ello Miró no ha creído levantar montañas, pintura y poesía no hacen más que uno y “esto es el color de mis sueños”.››[4]
Tras esta introducción, profundicemos en los puntos del pensamiento oriental más relacionados con la obra y el pensamiento mironiano.
Lao-Tse (o Lao zi) es el legendario filósofo fundador del taoísmo, y su obra, Tao-te-ching (o Tao te king, traducido como Libro del camino y de sus poderes)[5], de fiabilidad textual dudosa, es de traducción muy compleja. De su confluencia con el budismo Chan surgió en el s. XII en Japón la escuela budista Zen, que desarrolló, interpretó y sistematizó su pensamiento filosófico (una cosmología) y estético. Esta es la corriente oriental que más impactó en Miró y muchos de los miembros de su círculo, especialmente en los puntos de la contemplación y la religación con la naturaleza: ‹‹El origen del Zen se asocia a cierto episodio de la vida de Buda: una vez, acercóse a Buda un discípulo con una flor dorada en la mano, y le pidió que le revelara el misterio de la doctrina. Gautama tomó la flor en su mano, y la contempló largo rato en silencio; dando a entender con ello que el misterio no residía en las palabras sino en la contemplación misma de la flor.››[6]
Este es un punto focal de atención para Miró y otros occidentales igualmente fascinados. Así, dos autores, Antolín y Embid especifican que: ‹‹en su método, el Zen insiste en la aprehensión intuitiva de una interioridad que no puede ser comunicada a los demás por ninguna forma dialéctica. Debe salir de cada uno y unirse con la propia existencia.››[7] Es un camino sin normativa estética, entregado a la experiencia y la decisión individual: ‹‹No es posible definir rigurosamente un camino de liberación. Hay que sugerirlo diciendo lo que no es, más o menos como el escultor revela la figura quitando partes de la piedra.››
Esta búsqueda de la esencialidad es propiamente la misma que la de Miró desde 1923 aproximadamente y aborda la problemática del Yo artista enfrentado al misterio de la verdad oculta en la naturaleza:
‹‹El Zen está rechazando, por tanto, cualquier apreciación apriorística del mundo, concediendo, por el contrario, una absoluta y primordial importancia a la experiencia individual para el conocimiento de la “verdad”. Pero sólo trascendiendo la propia individualidad y el mundo de las ideas el hombre será capaz de abrirse a la totalidad de la vida. Esta integración del hombre en la unidad vital es lo que en el Zen se denomina “Satori”, la vaciedad absoluta.
Gracias al Satori, el hombre habrá dejado de ser un elemento “disperso” en la naturaleza para integrarse a ella en una armonía total. Y esto es posible porque el Zen sabe que la inteligencia innata que poseen todos los seres de la naturaleza es la misma que habita, dormida, en el hombre.
Precisamente porque el Zen confía en la sabiduría del hombre, no le atormenta con normas y leyes que sólo conseguirían distorsionar el camino hacia el Satori. Por ello propugna la espontaneidad de acción; sólo los impulsos naturales responden a la esencia interna del hombre donde mora secretamente el Satori.
A esta espontaneidad de los sentidos y de la mente, el Zen la denomina WU-WEI, la no acción, el dejar la mente en paz.››[8]
El wu-wei (no-acción) y el mushin (vaciedad, nada) se relacionan con el Sabi (soledad, apartamiento) y se definen como máximos ideales del hombre sabio: “Alcanzar el vacío es la norma suprema, / conservar la quietud es el máximo principio.››[9]
Naturalmente, esta concepción ya la conocían los protosurrealistas y surrealistas, habiéndola practicado en las experiencias automáticas de los años 20. Miró, hacia 1924, ya intentó alcanzar ese estadio de vacío interior previo a la creación.
Además, y es un rasgo común a gran parte de la obra mironiana, la estética Zen cultiva la inacabada imperfección (voluntaria) de la obra de arte. El artista es consciente de la imposibilidad de definir o concretar las ideas del mundo sensible y por ello recurre a la técnica de “lo inacabado” (shi-bui, también áspero, rudo), lo voluntariamente “imperfecto”, por lo que la intervención del azar (la azarosa cocción de la cerámica en el propio Miró) o el tiempo (la destrucción/transformación de la obra a lo largo de los años en Duchamp) son factores intrínsecos a la propia creación. El arte Zen sugiere más que muestra, crea en un complejo juego de la intuición: ‹‹- Intuición para percibir las “vibraciones internas” de las cosas. / - Intuición del artista para mostrarlas. / - Intuición del receptor para comprenderlas.››[10]
Esto implica una relación de mutua libertad entre el artista y la obra de arte, que cobra autonomía propia, y por ello mismo no fuerza al artista a seguir norma alguna, como dice Zobel, otro de los muchos artistas españoles que han cultivado esta estética: ‹‹Si das la primera pincelada con intención de crear una obra de arte, fracasarás. Si te pones sencillamente a pintar, sin pretensiones de hacer arte, llegarás a ser artista: no se crispará tu mano, no se enfriará tu alma, sin proponértelo pintarás tu obra de arte.››[11]
Es una libertad creativa asentada sobre el concepto del wabi, entendido básicamente como pobreza, pero también como sinceridad vital consigo mismo, encarnado en una valoración del gesto (acto creador) y del vacío (el espacio alrededor del objeto, el cosmos envolvente en el que se integra). Un concepto que algunos de los expresionistas abstractos norteamericanos supieron valorar. Así lo explicitan López y Benegas para la cerámica japonesa:
‹‹El hombre da la vida al barro al tomarlo en sus manos, pero no trata de sujetarlo a su capricho. Deja que el barro reciba el esmalte según su deseo, que el fuego se grave en la arcilla según el azar; este es el espíritu que domina en las pequeñas piezas de rakú, las preferidas por los maestros del té. Su apariencia tosca, ruda, no es sino el intento de mostrar la belleza que posee lo ordinario. Esta carencia de bienes aparente nos remite al concepto WABI. Etimológicamente este concepto significa pobreza, simplicidad, afán de despojar de lo ficticio la belleza que se encierra detrás de todo. Siguiendo en este camino lograremos un contacto directo con la belleza esencial, que en sus últimos elementos coincide con la vida.››[12]
El gran maestro del té Seen-no Rikyu, fundador de la estética Rikyu, define este arte voluntariamente “inacabado y pobre”, cuyo sentido es ‹‹crear belleza procurando evitarla››, al describir cómo debe ser la cucharilla que sirve para tomar el té: ‹‹Debe hacerse de forma que no llegue a parecer bella.››, y cómo ha de ser el mismo recipiente cilíndrico: ‹‹Debe procurarse que su forma sea lo más ruda posible, dejando el fondo sin terminar ni pulimentar.››[13]
Asimismo Miró llegará a desdeñar y destruir obras suyas por considerarlas demasiado perfeccionadas. En ocasiones, llegaba a pedir opinión a su esposa sobre el estado de sus obras y si esta le decía que le parecían inacabadas entonces él las consideraba definitivas. Amaba los objetos rústicos, rotos, sugerentes, antes que los fríamente perfectos. Esta preocupación de Miró creció con los años y hacia 1970 es un rasgo dominante.
En el pensamiento oriental encontró una adecuada legitimación teórica para estas ideas suyas (que eran anteriores). La asimetría, la imperfección, son eslabones del camino del camino de perfección, pues el pensamiento Zen es de naturaleza dinámica: la verdadera belleza sólo puede descubrirla el que mentalmente hace perfecto lo imperfecto. Pero no es una dialéctica triádica de imperfección-pensamiento-perfección, sino una dialéctica unitaria: la misma imperfección es la perfección, pues esta es una “falsa perfección”, una imitación “sin-sentido” de la verdadera belleza, siempre inacabada, siempre perfectible. El artista se asimila de este modo al espectador, que debe “participar” del acto creador, completar lo incompleto, la obra de arte, que se relaciona directamente con el espectador, en una “resonancia”. Esta resonancia, esta armonía estética, es asimilable en parte con la empatía, el “sentir en” de la estética occidental, que crea en el espectador una identificación emocional del Yo con la obra de arte.
Esto repercutirá notablemente en la valoración de los objetos cotidianos del pueblo, transposición del espíritu popular. Un tratadista moderno de estética japonesa, Yanagi Soetsu (1889-1961), en The Way of tea, escribe sobre este aprecio japonés por la belleza del shibui, de “lo inacabado”:
‹‹¿Escogieron, acaso, los maestros de la Antigüedad objetos especialmente bellos para su uso, entre aquellas obras que habían sido hechas con el único fin de mostrar su belleza? Nada de eso. Sus compañeros más queridos fueron utensilios hechos para la vida vulgar de cada día. La belleza que ellos buscaban más no era remota, sino cercana, al alcance de la mano. Sentían un afecto más cordial por la belleza palpable que la abstractamente ideal. Para ellos existía una belleza más profunda en la vida ordinaria que en las abstracciones intelectuales. Fueron capaces de cambiar el concepto de belleza, desde algo lejano, hasta hacerla enormemente cercana. Para ellos la verdadera belleza se basa en la familiaridad. De este modo unieron íntimamente la belleza a la vida de cada día.››[14]
El paralelismo de esta concepción con el pensamiento mironiano es muy acusado.
En la filosofía taoísta el verde simboliza todo lo oculto, lo reprimido, los tabúes que deben ser escondidos, mientras que el rojo simboliza la agresividad del tigre (el individuo artista) vagando solo por el desierto.
Gutiérrez nos explica el concepto de la relación arte-naturaleza en la estética japonesa, tan lejano al concepto de mímesis de la tradición occidental:
‹‹En el Japón naturalidad en el arte quiere decir intimidad con la naturaleza, identidad del hombre y de la naturaleza. Tal cualidad transforma a la naturaleza misma en arte: realiza una unión inefable entre el ideal y la realidad. Como la naturaleza es indeterminada en sus formas, también el arte debe carecer de una determinación formal: sólo debe ser la expresión de un contenido interior. En este sentido, el espectador de una obra de arte tendrá muchas veces que iluminar con su imaginación aquel objeto, y completarlo según su habilidad espiritual, su capacidad de experiencia humana y su idea personal de la belleza. Cuanto más frecuentemente realice esta valiosa experiencia, más perfectamente podrá comprender todo el significado que se encierra en una obra de arte.››[15]
El Zen, como el taoísmo, asimila el arte y la naturaleza con la vida humana. La naturaleza es un espejo de la mente humana, pues ambas están integradas en el orden universal, en la armonía profunda del Todo, el Li. El pequeño objeto, la pequeña hierbecilla real o pintada, son parte del mismo artista, una minúscula fracción de su propia naturaleza entera. Es una síntesis del propio pensamiento mironiano, que comparte totalmente la idea de que la obra de arte se convierte en real, partícipe de la naturaleza, integrante del Todo: ‹‹Como captación del ritmo vital, la obra de arte pasará a formar parte de las obras de la naturaleza. De esta manera, el Zen ha disuelto los rígidos límites entre la vida de cada día y el arte. El arte es sólo un símbolo de la totalidad del cosmos, y como tal, pertenece a la vida, es parte de ella.››[16]
El problema de la inspiración del artista, uno de los que más preocuparon a Miró durante toda su vida, lo resuelve la filosofía Zen asimilando la inspiración a la apreciación de la armonía de todas las cosas con el Universo del que participan, a través del espíritu, del chi que la espiritualidad humana capta en su esencia, mediante la iluminación. Como dice el taoísmo: ‹‹El Universo está formado por una acumulación de espíritu, y este espíritu, chi, se muestra en las formas (...). Se podría pensar que es tarea imposible para el artista capturar y expresar todo esto. Y es posible tan sólo porque el hombre es el ser más espiritual del Universo.››[17]
En suma, hemos visto como en el budismo Zen se aúnan armónicamente ideas religiosas, cosmológicas y estéticas a fin de afrontar los mismos misterios que Miró se planteó incesantemente durante la mayor parte de su vida y que se reflejan en su obra. Y podemos ahora comprender mejor porqué la espiritualidad y la religiosidad de Miró no pueden desgajarse de su estética. Eran un todo único. El Miró religioso es el Miró artista, que refleja desde los años 40 y sobre todo en los 60 el poderoso influjo de la cultura y el arte oriental en su obra y pensamiento.
NOTAS.
[1] Enomiya-Lassalle. Zen-Buddismus. Colonia. 1966: 398, cit. Dumoulin. Encuentro con el budismo. 1982: 56-57. Sobre el tema del diálogo cristianismo-budismo véase Dumoulin, Heinrich. Encuentro con el budismo. Herder. Barcelona. 1982. 226 pp. Dumoulin era un teólogo y orientalista alemán (Renania, 1905), establecido largo tiempo en Japón.
[2] Porcel. Joan Miró o l’equilibri fantàstic. “Serra d’Or”, año 7, nº 4 (15-IV-1966): 49.
[3] Véase el libro de Cartier-Bresson. El instante decisivo. 1952.
[4] Dupin. Miró. 1993: 323, con cita del haiku de Bashó. Journaux de voyage. Presses Orientalistes de France. París. 1984: 29 y 80.
[5] Lao-Tse (o Lao Zi). Tao te king. Prólogo de F. Jullien. Trad. de Anne-Hélène Suárez. Ed. Siruela. Madrid. 2003. 194 pp. Entrevista a Suárez (p. 8) y reseña (p. 9) de Chantal Maillard en “El País”, Babelia, nº 611 (9-VIII-2003) 8-9.
[6] López Muñoz, Juana; Benegas López, Elisa. La cerámica japonesa. Cosmología y estética del arte Zen. “Goya”, 156 (mayo-junio 1980) 346-350. cit. en 346-347.
[7] Antolín, Mariano; Embid, Alfredo. Introducción al budismo Zen. Barral Editores. Barcelona. 1977. p. 61. cit. en op. cit. 347.
[8] Watts, Alan. El camino del Zen. Edhasa. Barcelona. 1975. p. 21. cit. en pp. cit. 347.
[9] Lao-Tse (o Lao Zi). El libro del Tao. Alfaguara. Madrid. 1978. p. 103. Trad. de Juan Ignacio Preciado. cit. en op. cit. 347.
[10] Lao-Tse (o Lao Zi). El libro del Tao. Alfaguara. Madrid. 1978. p. 103. Trad. de Juan Ignacio Preciado. cit. en op. cit. 348.
[11] Zobel, Fernando. Cuaderno de apuntes. Editorial Gráficas del Sur. Sevilla. 1974. p. 22. cit. en op. cit. 348.
[12] Lao-Tse (o Lao Zi). El libro del Tao. Alfaguara. Madrid. 1978. p. 103. Trad. de Juan Ignacio Preciado. cit. en op. cit. 349.
[13] Gutiérrez, Fernando G. El arte del Japón. col. Summa Artis. XXI. Espasa-Calpe. Madrid. 1989 (1967): 26.
[14] Gutiérrez, Fernando G. El arte del Japón. col. Summa Artis. XXI. Espasa-Calpe. Madrid. 1989 (1967): 26.
[15] Gutiérrez, Fernando G. El arte del Japón. col. Summa Artis. XXI. Espasa-Calpe. Madrid. 1989 (1967): 28.
[16] López Muñoz, Juana; Benegas López, Elisa. La cerámica japonesa. Cosmología y estética del arte Zen. “Goya”, 156 (mayo-junio 1980): 350.
[17] Frase taoísta. cit. en Racionero, Luis (selección y prólogo). Textos de Estética Taoísta. Barral Editores. Barcelona. 1975. p. 168. cit. en op. cit. 348-349.
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