La estética de Miró. 05. El debate sobre un Miró vanguardista, moderno o posmoderno.
Desde los años 60 asistimos a una
irresistible floración de críticos, teóricos e historiadores de arte que se
aprestan a legitimar a los artistas pos-modernos. Pocos de aquéllos confiesan
esta adscripción, conscientes de que pisan un resbaladizo campo de batalla,
pero sus huellas las observamos por doquier. Y Miró no se escapa a las
clasificaciones.
Jacques Dupin (1967) alerta del peligro de
caer en una interpretación “alegre” e “infantil” de Miró, de quien reivindica
un talante vanguardista:
‹‹Pero la radiante sencillez de sus obras más
conocidas, que son las de su madurez, la vitalidad de los colores, la
ingenuidad de las figuras y de los signos, han puesto en circulación la leyenda
de un Miró dotado como por milagro del poder de conservar intacto el frescor de
la infancia. Esta opinión descansa en una parte de su obra y en su lectura
superficial, haciendo caso omiso de todos los desarrollos que la precedieron, o
sea, de treinta años de luchas y de conquistas, de un caminar obstinado,
jalonado por rupturas y saltos, por interrogaciones angustiosas y por
decisiones arriesgadas. Lo que puede conducir a semejante contrasentido y
finalmente a un grave desconocimiento de su arte, en razón misma de su
popularidad y de su difusión, es la facilidad desconcertante con que Miró ha
sabido ir hasta el límite de su quehacer, para evadirse con tal naturalidad de
la visión clásica y de la tradición occidental.››[1]
La historiadora del arte Lourdes Cirlot
(1993) considera que Miró es un vanguardista y no un moderno. Cirlot interpreta
como no-moderna la necesidad vital de confundir arte y vida, una constante en
la obra de Miró, que sufre en cada paso que da en los caminos de la
irracionalidad en que se desgrana la vida. Separa razón y vida como
incompatibles. Precisa su visión de la diferencia entre vanguardia y
modernidad:
‹‹Mientras la vanguardia postulaba como
finalidad esencial la integración del arte y la vida, la modernidad valoraba
fundamentalmente la autonomía de la obra artística. Los dadaístas y
surrealistas fueron quienes más se preocuparon por conseguir la unión entre el
arte y la vida, erigiéndose como un ejemplo a seguir por parte de los artistas
pertenecientes a generaciones posteriores.››[2]
Luis Alberto de Cuenca.
El poeta y ensayista Luis Alberto de Cuenca
(1994) considera a Miró un moderno:
‹‹El discurso poético desciende del discurso
mítico, pero por efecto de la evolución acabó limitándose a la búsqueda de la
belleza. El mito buscaba la supervivencia y en la poesía encontró la manera.
(...) Miró derribó estructuras antiguas y fue uno de los creadores del mito de
la modernidad, fundiendo lo clásico y lo actual, siempre rompiendo los moldes
según unas coordenadas compartidas por mito y poesía.››[3]
Peter Bürger, en su Crítica de la
estética idealista (Visor, 1996) reconoce en Miró no ya a un
vanguardista o a un moderno, sino directamente a un posmoderno. El razonamiento
del pensador alemán es filosófico y así critica la teoría idealista, cuyo
concepto decisivo sería “la unidad adecuada de contenido y forma”, por lo cual
la forma adecuada de “leer” el arte “parte del supuesto según el cual en la
obra de arte lograda coinciden forma y contenido”. Schelling, Goethe, Hegel y
los otros constructores del programa romántico de la “nueva mitología”, le
conducen a reflexiones sobre las categorías fundamentales de los idealistas,
para llegar finalmente a las relaciones entre estética y moral a través del
sueño y la razón, la tragedia y lo sublime. En este punto, lógicamente, Bürger
introduciría ya la reflexión sobre Miró, en quien la separación entre forma y
contenido sería especialmente asequible al espectador. Lo mismo cabría decir de
Duchamp y de los surrealistas como Matta. No pertenecerían estos artistas del
objeto “sin contenido” ni a la vanguardia ni a la modernidad, salvo en breves
periodos y en algunas obras, sino que prefigurarían el discurso de la
pos-modernidad. Contra la razón moderna, la irracionalidad pos-moderna. En
contra de nuestra concepción de la vanguardia como una variante esencial de la
modernidad, Bürger distingue entre modernidad (el modernismo) y vanguardia
(donde introduce el innovador concepto de neo-vanguardia). El arte de
vanguardia fusiona arte y vida.[4]
Bürger considera que el fracaso de la
vanguardia estriba en su incapacidad de asegurarse una independencia absoluta
respecto a un proyecto utópico de cambio social, procedente de los ideales de
Rousseau, de la Ilustración del siglo XVIII, que latía en todos sus miembros:
‹‹Los movimientos vanguardistas históricos no buscaban la estetización de lo
existente, sino la renovación de la vida a partir de las potencialidades del
arte. Como hemos visto, el proyecto estaba vinculado a esperanzas metafísicas
ocultas bajo el concepto de arte autónomo. Aquí se halla la razón profunda de
su inevitable fracaso.››[5]
La teoría de Bürger acerca del compromiso del
artista defiende que las primeras vanguardias asumieron una compromiso político
y moral en el arte, pero que éste las abocó a contradicciones insalvables,
primero porque una obra a la vez comprometida y vanguardista sólo es posible si
es una obra inorgánica, y en caso de ser orgánica debe tener como principio
unificador el mismo compromiso, y por último, incluso si tiene éxito, al
institucionalizarse como arte:
‹‹la conexión de este compromiso con la obra
está llena de tensiones. El contenido político y moral que el autor desea
expresar está necesariamente subordinado, en las obras de arte orgánicas, a la
organicidad del todo. Es decir, que tal contenido contribuye desde su
aparición, lo quiera o no el autor, a la parcelación de la propia obra de arte.
La obra comprometida sólo puede tener éxito cuando el mismo compromiso es el
principio unificador que domina la obra incluso en su aspecto formal. (...) En
las obras de arte orgánicas subsiste siempre el peligro de que el compromiso
sea ajeno a su totalidad de forma y contenido y destruya su esencia. (...)
Cuando la obra consigue organizarse en torno al compromiso, su tendencia
política corre un nuevo peligro: la neutralización por la institución arte.
(...) La institución arte neutraliza el contenido político de las obras
particulares.››[6]
La interpretación de Bürger ha influido en
William Jeffett, uno de los mejores investigadores mironianos,
que abordaba en 1996 un estudio sobre la escultura de Miró desde la
aceptación de los postulados de aquél.[7]
Miró es un vanguardista reflexivo sobre las
consecuencias éticas y estéticas del decantamiento razón/no-razón. Gombrich, en
su análisis de la percepción recogido en Norma y forma mantiene
que las normas condicionan pero no imponen las formas, pues las normas las establece
la tradición y se comunican mediante las formas, pero éstas las imponen los
artistas. La excelencia de Miró es haber tenido la valentía de apostar contra
corriente por formas nuevas y transgresoras, como, al igual que hacen otros
vanguardistas, entre los que destaca Picasso, romper con la armonía
tradicional, con el canon que constituía un criterio objetivo, una red de
seguridad. Miró se lanza con arrojo hacia delante, y unas veces cae y otras
halla caminos fecundos, como los de sus mejores aportaciones de los años 20 y
30.
Al respecto, Josep Francesc Yvars (2004)
apunta que si Picasso es el artista del s. XX porque consigue mediatizar con su
genio la mirada del hombre contemporáneo, Miró lo es del siglo XXI, porque su
arte trasciende este límite temporal gracias a su ilimitada imaginación:
‹‹Miró, en canvi, és un artista del segle XXI. Miró té una capacitat
imaginativa que no té ningú més. Agrada al nens i als grans. Té una riquesa
formal excepcional, una ductilitat, una ingenuïtat que té parió... I el seu
color? El blau Miró! I, tot, sense necessitat de recórrer a la literatura,
contràriament al que passa amb Dalí.››[8]
Miró no quería enajenarse del mundo común, y
ello exigía la responsabilidad de reseguir los resultados, de referirse
intelectualmente a las previas ideas automáticas e instalarse en el ámbito
superador que es la armónica fusión de lo creado en el subconsciente y lo
recreado en la consciencia. Al respecto, Calvo Serraller (1992) destaca entre
otros rasgos mironianos ‹‹su capacidad de enlazar espontáneamente el puro gesto
infantil con la reflexión metódica disciplinada.››[9]
Miró sentía la oscura llamada romántica,
compartida por los vanguardistas pese a ser un grito de antaño, a vivir
problemáticamente, en la pura intensidad, en el rigor terrible de la allendidad
artística, en nada distinguible de la poética. Pero si muchos de sus coetáneos
se abismaron en una vida turbia, buscando las vueltas oscuras del ser humano
—Modigliani sería el artista emblemático de esta fatal aventura de
autodescubrimiento, como Wittgenstein lo sería en la filosofía—, Miró, en
cambio, tenía unos valores éticos tan firmemente anclados en valores clásicos
de las raíces del pasado, que no podía aceptar caer en el exceso para vivir la
sublimidad. Ello frenaría muchas de sus exploraciones: su investigación del
sexo jamás tendrá la profundidad de la picassiana, beneficiada, en todo caso,
por su empleo del figurativismo.
No hay en él una visión nihilista de la vida,
como la abanderada por los posmodernos. Bien al contrario, la enseña mironiana
bien podría rezar: Nulla etica sine estetica. El compromiso con la
dignidad del hombre se refiere exigentemente a la presencia de una perpetua
admiración, y esta es una condición artística. No cabe vivir sin el lúcido
asombro ante el esplendor de la vida y así en Miró contemplamos la razón
enaltecida como guía ético y la palabra ensalzada como único instrumento de
persuasión, a menudo sustituida por el silencio reflexivo y el ejemplo ético de
la callada actitud consecuente con los compromisos del hombre.
Se resistirá al abandono, a la renuncia de
sus valores estéticos. Recupera una y otra vez el significado de los signos que
conforman su universo. Si otros renuncian a exigirse un mensaje —Jasper Johns y
Rauschenberg, deudores del influjo mironiano, son ejemplos de esta renuncia—,
él, en cambio, reivindica apasionadamente el radical papel del arte, el valor
de la estética, en la existencia humana.
En sus últimos decenios Miró se sigue
autodefiniendo como miembro de la vanguardia. En sus entrevistas no rehúye este
nominalismo. Contra la opinión de los historiadores del arte y de los filósofos
de la estética que, ya en los años 60, proclaman que las vanguardias murieron
en los mismos años 10 o 20, Miró cree que ser vanguardista es “ser de un modo”.
Es vanguardista porque sigue creando un lenguaje vivo.
En los tiempos de la posmodernidad, Miró se
mantiene como adalid de la modernidad, y, tal vez, después de la muerte de
Picasso, es su último clásico, el último de la vieja escuela parisina que aún
reflexionaba sobre el lenguaje pictórico, que sentía el problema de la
comunicación estética, de la aprehensión de la belleza, como continuo inquirir,
como cuestión diaria del artista ante el caballete. Su tiempo se demoraba ante
cada obra, absorto, mirando, sin poner una sola mancha de pintura, sólo
asumiendo su significado, colores y formas. Contra las acusaciones de que Miró
era sólo un pintor infantil, un hombre avejentado que rehuía la difícil y larga
meditación para dedicarse a la fácil y corta ingeniosidad, se levanta la
certidumbre contraria. Contra la tesis del pintor acabado que pintaba
ocurrencias, se impone la certeza de que era hasta casi el final de los años
70, el mismo joven Miró que pintaba reflexiones, cumpliendo el ideal de crear
una realidad con la pintura y no de trasladar someramente la realidad a la
pintura.
Por todo esto, el rumbo que Miró recorrió fue
el de la modernidad, por cuanto jamás abandonó la fusión, desde el fundamento
de la primacía de la razón, de los criterios de búsqueda formal y crítica de
los valores. Sin duda, en su mismo seno estaba el germen de la pos-modernidad,
pues la razón descubre dos caminos para acercarnos a la realidad: ella misma,
la razón, y su opuesta, la sin-razón.
Por este segundo camino, el irracional, se
deslizó gran parte de la vanguardia artística y cultural, seducida por el
descubrimiento de Freud y el psicoanálisis del fondo oculto de la mente. Pero
este desgajamiento no es inevitable, pues la modernidad vanguardista sigue
siendo una fecunda alternativa para el arte, siendo Tàpies es un ejemplo
evidente en nuestro país de la vivencia de un arte absoluto y a la vez
comprometido con la razón y los valores éticos.
La posmodernidad, por contra, abjura a la vez
de los dos criterios, pues no admite ni pretende que, desde la razón, haya
fusión entre ellos: la búsqueda racional se convierte en innovación irracional
—la vuelta a los lenguajes artísticos anteriores al siglo XX no es una
reflexión sobre la tradición sino una severa incapacidad para imaginar y
arriesgarse a nuevas técnicas y formas—, la reflexión muda a ocurrencia,
mientras que los valores no existen, enterrados epistemológicamente por un
eclecticismo desesperanzado que niega la posibilidad de la objetividad —el
principio de falibilidad entendido no como acicate del continuo averiguar, sino
como mansa e ineludible aceptación de la derrota de la razón—.
Dados estos presupuestos ideológicos, en
absoluto puede sorprendernos que no encontremos referencias a valores éticos,
sociales o políticos, en las reflexiones de Jeffett, Bürger y de los
partidarios de extender los límites de la pos-modernidad a las grandes figuras
de las vanguardias, pues el entremezclado conceptual de Bürger y otros autores
entre neo-vanguardia, posvanguardia y pos-modernismo, parte de la base de
depurar en el sentido wittgenstiano “lo que no se puede decir” y,
necesariamente, colocar los valores, ahora descubiertos como prescindibles,
como inútiles para el conocimiento, en el poético campo de la metafísica.
Pregonan un despojarse de la mirada a los principios, para así descubrir la
fría y pura realidad. Miró —ni ninguno de sus compañeros en la aventura del
arte en libertad— jamás hubiera suscrito esta admisión de derrota: para él no
tenía sentido un arte sin ética, sin esperanza, como tampoco una ética sin
estética. En todo caso, aceptemos, como él lo hacía, que de este magma saldrá
finalmente, por decantamiento de lo verdadero, un arte nuevo para el siglo XXI.
NOTAS.
[1] Dupin.
cit. trad. en nota. “Guadalimar”, 33 (VI-1978) 72.
[2] Cirlot,
L. Historia Universal del Arte. Últimas tendencias. Planeta.
Barcelona. 1993: 18.
[3] Luis
Alberto de Cuenca. Conferencia en la FPJM, en el ciclo de “Aula de Poesía”
(16-II-1994).
[4] Bürger. Teoría
de la vanguardia. 1987 (1974): 109.
[5] Bürger. El
vanguardismo, hacia una definición del concepto, en Boorstin et al. La
cultura de la conservación. 1993: 36.
[6] Bürger. Teoría
de la vanguardia. 1987 (1974): 161.
[7] Jeffett. Las
últimas esculturas de Joan Miró en el contexto de los estudios Sert y Son
Boter, 1975-1983. <Miró. Poesia a l’espai. Miró i
l’escultura>. Palma. FPJM (30 marzo-2 junio 1996): 233-242.
[8] Yvars,
J. F. L’art, una necessitat humana. “Serra d’Or” 533 (V-2004) 9-13.
cit. 12.
[9] Calvo
Serraller. Pintores españoles entre dos fines de siglo (1880-1990). De
Eduardo Rosales a Miquel Barceló. 1990: 160.
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